La mujer española es la que mola.

Hoy iba a hablarles de Corrupción en Miami  y de la relación intrínseca —que existe —entre informantes e informados por un soplo de nada en la oscuridad de muelles atestados de yates, veleros, Ferraris y Lamborghinis pero he pensado que, tal vez, están ustedes saturados de corrupción cutre con el fin de curso encima, las temperaturas crecientes y la compra de polos y pareos para la playa, así que hoy no toca pensar; no toca envararse ante nadie; no toca sonreír a quien lo va a señalar la puerta de salida, tarde o temprano.

Hoy no toca la perorata del esfuerzo y la excelencia porque, seamos sinceros: ni hizo tantos esfuerzos, como ahora pontifica desde su cátedra de éxito, ni es tan excelente como nos quiere hacer creer, si alguien no hubiera creído antes en usted cuando no era nadie y salió entelerido —me encanta esta palabra— de la universidad y parapetado con el diploma que demostraba su potencial cualificación; su potencia de triunfo, que no de acto, y alguien enternecido lo enseñó, poquito a poco, a ser un profesional como la copa de un pino en lo suyo, —que vale un potosí— y un honesto servidor de la Hacienda Estatal.

Por tanto, relájese, estire las piernas en la mesa con los botos llenos de barro, como un buen bandolero; deje la manta jerezana, apoye el trabuco en la pared, cuidado con no clavarse la navaja en la ingle y tómese un buen vino serrano, servido por el tabernero o por la tabernera… Y ya que hablamos de taberneras, les voy a contar una conversación de enjundia entre tres camaradas que se «han subido del moro” en patera y otros en ferry, como manda Alà.

El caso es que estábamos los cuatro: dos marroquíes laicos, un bereber más laico todavía y un andaluz adoptado en un colmao, conspirando contra los franceses cuando mi bandolero bereber, que apenas tiene veinte años me preguntó: «Jefe, la mujer española es muy trabajadora, verdad?»

«Verdad», respondí yo, añadiendo socarrón: «Además, la mujer española es la que mola…», sabiendo que no podía entender todavía algunos de los giros más simples de nuestro argot. Y al ver su gesto de incomprensión, le hice saber que la mujer española, no sólo es la mujer más guapa del mundo y por eso no las tapamos, —y a ver quién se atreve —sino que su belleza no puede compararse con su bravura y que, a la hora de ponerse a hacer las cosas que antes sólo podíamos hacer nosotros, no sólo las hacen antes, con más elegancia y con más discreción, sino que, en un momento dado, te pueden dar con las cachas de la faca en todo el careto, si te pasas un pelo. O al menos, así educo yo a mis niñas —creo, porque vengo observando que el más regañado suele ser un servidor.—

Después de un reflexivo silencio multicultural, el príncipe bereber reconoció, no sólo su obvia fascinación por el producto de ‘marca España’, sino un dato que a mí se me escapaba por desconocimiento, cuando apostilló que muchas mujeres allende el Estrecho, no es que estén subyugadas bajo el velo -que también-, sino que muchas jóvenes se niegan a trabajar y quieren sólo a un hombre que las mantenga. 

Y yo pensé de nuevo aquello que dije en su momento acerca de que ‘la coquetería occidental salvaría al mundo’, ya que con velo o sin él, en el fondo, entre los pliegues, late el mismo corazón anhelante de belleza y libertad y que mañana, un día, llegará el destape, aunque haya quien no entienda que las mujeres son libres, que no son mascotas; y mucho menos, fantasmas afganas emburkecidas que mueren en casa porque una ley talibán, les impide salir sin compañía masculina. Y en ese delirio de locura fundamentalista, no han pensado —por decir algo —en que las pobres viudas no tienen quien las mantenga…

Y tras otro reflexivo silencio multicultural, le dije: «Pues si la quieres y hay que mantenerla, se la mantiene. Porque bastante las habéis explotado con vuestro posesivo proceder. Ya le tocará a ella cargar con un viejo rijoso como serás tú…; que sois muy moros…». Y él sonrió, subrayando su berebería que es como ser gaditano en España, o siciliano en Milán, tierra de fríos hombres norteños e industriales.

Varamos en otro gran silencio de té verde, viendo a través de las ventanas morunas de la Calle Elvira, las miradas de los turistas, su paseo tranquilo, sus inevitables fotos; la verborrea rítmica de los guías turísticos, las tiendas atestadas de recuerdos, postales, anillos, vestidos de odaliscas e inciensos que rememoran una Arabia idílica; y a mí me dio por pensar en el mañana y en aquellas noches de fiestas en una Kabul turística que los viejos moriscos no quieren recordar, desde que el gigante soviético entró a por el oro negro de sus tierras y comenzó el infierno en el paraíso. Desde entonces, las bestias abrevadas por unos y otros han convertido a la mujer en una duna en pena.

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