En este mundo nuestro nos hemos hecho todos buenos. Nos hemos vuelto irreprochables, inmaculados, intocables. Nadie debe corregirnos un error, nadie puede matizarnos, nadie puede ajustarnos cuentas ni, por supuesto, el tornillo suelto aunque – en ocasiones– éste se nos caiga a plomo sobre el pie de alguien que tuvo la culpa, o la desgracia, de pasar a nuestro lado.
No sólo somos buenos como serafines bajo una luna creciente a los pies de una virgen, sino más, mucho más… tanto que podríamos medir, calcular de alguna manera que ahora no se me ocurre nuestro buenómetro en la escala salvífica entre el apóstol Juan y san Cucufato, ya que a Simón se le supone por sus actos evangélicos y su destreza con la espada, una mala baba que a sus sucesores les vendría de perlas; porque después de dos mil años insistiendo en apenas cuatro puntos –virtudes teologales de nada–, la Iglesia (los cristianos) siguen yendo a lo suyo con los cascos puestos. Y con lo suyo me refiero a su bipolar forma de ser ‘casta y prostituta’ cuando cree poder aliarse con chulos que luego la pegan, la zarandean, la usan para robar el Óbolo del pétreo discípulo y votos en las urnas cual maléfico Maurrás. (Compruebe el paralelismo por usted mismo y disfrute lo votado, como se dice hoy).
Sin sumirnos en la espesura de las ramas y en las implicaciones que tiene sacrificar a santones rigoristas la inocencia, volvamos a nuestra magnanimidad, a nuestra hidalguía, a nuestra irrenunciable escala de valores marxistas, sí: los de Groucho; que pueden cambiarse según quien quiera pagar nuestra denodada lucha contra cualquier injusticia intra o extra muros de esta patria nuestra; también reluciente, mayestáticamente divina; tan pan–bondadosa que habría que atribuirle un ‘ismo’ para pasear por los foros atlánticos, no ya como país, sino como un ‘Españolismo’ ortodoxo y azote de herejes e inmorales; para españolear como los comerciales del Hispanismo ario y compartir el agua bendita que corre por nuestras santas venas, por nuestros celestiales ríos y que moja los pies de los turistas en nuestras paradisíacas costas. Porque somos buenos, buenísimos; qué le vamos a hacer…somos incorruptibles, ¿verdad? Si nos echaran a arder como a la pobre Juana de Arco, apenas se nos chamuscarían los hilillos mal cosidos de algún chaleco y poco más…
En definitiva y por recoger velas que ya vamos llegando a puerto, no tenemos tacha, ni lacra, ni tara; ni tentación que pueda asentarse en nuestra incólume moral, en nuestra tranquila, límpida, prístina y cristalina conciencia; nuestra virginal conciencia de niño recién parido…¿qué voy a contarles de la conciencia que no sepan, si a la mínima duda, si es que se diera, encontraríamos un contexto, una razón más alta o un mal menor que nos excusara de cualquier juicio de la Historia?
Lo malo –que lo hay, aunque no fuera nuestro extraño caso– es que eso de concebirse tan bueno, de concebirse mejores, de presumir de moral y costumbres, de gritar por las calles una superioridad sobre cualquier otro y rotular ciertas pancartas y eslóganes con un “somos mejores”, aparte de que no es verdad, porque quien más quien menos tiene alguna gotera en casa, al filósofo, escritor, poeta, editor y genio pobre y converso de la Comuna de París, Charles Pegúy, le parece un craso error y una posición ante la vida que dista mucho de ser saludable. Porque si somos tan perfectos, tan mejores que los demás, tan moralmente irreprochables, tan genuinamente originales y tan encantados de habernos conocido, ¿para qué vamos a necesitar a los demás? ¿Para qué vamos a necesitar de nadie? ¿Para qué sirve la fe, la convivencia, la política, la ayuda mutua, el diálogo, la ciencia, la cultura y todo lo que se nos ocurra si es que vivimos en sociedad…? ¿Para qué sirve nada más que uno mismo para sí mismo como una mónada impermeable, cerrada a cualquier novedad, o encerrada en la armadura del tatarabuelo, incapaz de liberarse de sí misma y ponerse algo más cómodo?
Ya les aviso que Pegúy (que he tardado cincuenta y dos columnas en nombrarle y ya no aguantaba más) no es para todos los públicos con esto de la moral y esto del concebirse la horma, la solera, la raza pura de todo. Agárrense si van andando, porque hay concepciones morales y superioridades buenistas tan desproporcionadas que extinguen y agotan, precisamente, al alma. Ustedes verán; si se ven reflejados, no es mi culpa:
“…Hay algo peor que un alma mala (…): es tener un alma terminada, (…) un alma acostumbrada (…), Se han visto juegos increíbles de la Gracia penetrar un alma mala, incluso un alma perversa, y se ha visto salvar lo que parecía perdido. Pero nadie ha visto nunca que se mojara lo barnizado, ni se calara lo impermeable, nadie ha visto empaparse a lo acostumbrado (…). Ni la misma caridad de Dios venda al que no tiene llagas. Porque había un hombre tirado en el suelo, el Samaritano lo levantó. Porque la cara de Jesús estaba sucia, Verónica la limpió con su pañuelo. De modo que quien no esté caído, nunca será levantado y quien no esté sucio no será lavado. La ‘gente de bien’ no se deja empapar por la Gracia. Es una cuestión de física (…). Lo que denominamos moral es un revestimiento que vuelve al hombre impermeable a la Gracia…”.