“…En la penumbra de miprimer ocaso, mi mano sobre la hermosa falla de tu pecho, valle de lágrimas, sólo existía el instante, y mientras dormías en el silencio, te observaba como un recién nacido, consciente siempre del milagro, la línea que hemos cruzado desde la oscuridad…” -Sharon Olds-
Hay días que uno se queda en silencio después de leer dos o tres noticias de hoy, de ayer, de siempre; con distintos rostros, en distintos lugares, en otras circunstancias pero en el mismo mundo ahíto de mal; en el mundo entregado al arte de la guerra y a la construcción de empalizadas sobre otras empalizadas encharcadas de sangre; en el mundo que, en contra de nuestra desmemoria y de nuestro voluntarismo, se encarga de dejar por herencia una cadena interminable de conquistas, de corrupción, de luchas de poder, de mentiras que derrocan al mentiroso y verdades que se callan para erigir al nuevo emperador.
Al mismo tiempo, desde hoy hasta casi treinta siglos atrás, los especialistas señalaron a los sabios, a los filósofos, a los profetas; los estancaron, los orillaron como pececillos para ser cogidos a mano; y, al lado, casi sin tocarse como los raíles ferroviarios, la Historia se pierde en relatos, símbolos, poética oral que luego fue escrita en piedras, tablas, papiros, papeles y libros que apenas calientan una fogata totalitaria, o quedan encerrados en mentes de hombres como un insecto en su cárcel de ámbar milenario.
Uno de esos insectos que nos mira desde su principio natural y que ha sido convertido en objeto de decoración, de mango precioso para bastones o aderezo religioso en desuso es la palabra ‘salvación’; una palabra que hoy sólo sirve para víctimas de catástrofes climatológicas, o de guerras consentidas; una palabra que solo sirve a apurados náufragos mediterráneos, ansiosos buscadores de ‘droguerías’ de guardia en la madrugada más oscura y poco más de nada…porque nadie aparenta tener necesidad de salvación; al menos, las bocas ya no pronuncian esa palabra, aunque las almas se vean desgarradas por las uñas de fantasmas y demonios familiares como los de la poetisa que encabeza este artículo: esclavitudes de hogar y sobremesa, sumisiones al poder de monstruos genealógicos, fugas de casas poseídas por la ira de un Minotauro patriarcal o por la silenciosa crueldad enlutada de madres que se niegan a cortar el cordón umbilical del hijo, tan seco y duro como una cadena.
Aún así, la ambárica criatura sigue mirándonos a través de los velos amarillentos de esa gota preciosa que contiene toda una era, toda una civilización que principió conociendo el sentido virgen de la palabra, que sabía que a sus espaldas y en el frío amanecer de los siglos posteriores, alguien desconocido supo crear y recrear sin descanso la materia, la savia del mundo, el corazón de la tierra, el agua subterránea que hacía brotar hierba nueva en los caminos roturados por los pies de millones de vivos y muertos. Alguien del pasado; alguien del futuro que, de algún modo, seguía presente en los frutos primaverales, en los ojos trigueños del amor y en la descendencia nacida y renacida en el seno de cada mujer, roturada como los caminos por el dolor del parto y renacida como la hierba fresca después de las lluvias.
Sin embargo, -y esto es lo extraño-, con el olvido, la desmemoria y la soberbia industrial, el hombre se apoderó de su anhelo más sagrado; lo encerró en su propia voluntad. Lo encerró en sus postreros sistemas de pensamiento. Después lo cosificó en un concepto irreproducible, en una razón elitista, en una sola plegaria que ya no comparten con nadie; en una práctica devota de autogestión mistérica, en una subjetiva forma de entender lo inexplicable, en una manipulación violenta del más frágil de los Verbos.
Más tarde, la salvación ha sido encerrada en otra gota de ámbar más grande. La han rodeado de cirios, altares, templos sobre templos; nombres impronunciables sobre otros nombres enmarcados en marfiles, nácar y oro; vestiduras inmaculadas, purezas, honores, bellezas pretéritas, gestas, civilización, Jerusalén, Roma, Iglesia, gracia: todas palabras necesarias, sin duda, aunque incapaces ya de comunicar su mensaje novedoso a los necesitados de hoy, a los sedientos de hoy, a los ansiosos de la Gran Palabra de ternura hoy, como una brisa fresca de la eternidad rasgando la canícula que existe entre un Alfa invisible y una Omega que se libere del encierro en los óleos de Caravaggio, de Zurbarán, de Velázquez, de Guercino, de Pontormo, de quien sea que lo haya pintado alguna vez y venga, y venza nuestra tendencia a la cosificación abstracta y al olvido en el desván de las casas señoriales.
Entre el pasado del que nadie aprende y el futuro que desconocemos, nosotros, también pobres criaturas encerradas en el ámbar del tiempo, la salvación tal y como la concebimos, tal y como podemos imaginarla, debe ser un acto misterioso que debe suceder ahora; debe estar sucediendo en este instante, debe estar atrayendo hacia sí todos los objetos robados, las personas maltratadas, las almas linchadas, los nombres vituperados, las carnes heridas, los trozos de humanidad que faltan en el puzle a medio hacer al que, además, le hemos perdido mil piezas melladas…
La salvación, de significar algo para nosotros, debe tener la suficiente fortaleza para liberarnos de nuestros cálculos, de nuestras medidas, de nuestros días de abulia, de nuestras noches en vela, del ataque de nosotros mismos. La salvación de la que nadie habla debe abrazar a nuestros abuelos, a nuestros padres, a nuestros hijos, a nuestros nietos. Y debe ser un ahora dentro del ahora, como un brote verde machadiano, imprevisto, inesperado, en el tronco seco de nuestra frágil vida de criatura temporal, que tan siquiera sabe que ya ha sido amada al verter en ella un infinito deseo de trascender todos los peligros y de alargar la vida de quienes nos aman, más allá de nuestra vista. Más allá de nuestro horizonte.