Wes Anderson no filma historias: las enmarca. Cada una de sus películas es un museo de emociones contenidas, objetos cuidadosamente seleccionados y referencias cruzadas que se reparten entre lo literario, lo musical y, sobre todo, lo visual. En La trama fenicia, su última y enigmática cinta, el arte ocupa un lugar central: no solo como decorado, sino como dispositivo simbólico, narrativo y estético. Pinturas, joyas, grabados y bocetos no solo acompañan a los personajes: los definen, los interrogan, los contradicen. El resultado es un universo plástico y profundo, que convierte cada escena en una composición pictórica con vida propia.
Este artículo propone una lectura comentada de las principales piezas de arte (ficticias y reales) que aparecen en la película, muchas de ellas creadas específicamente para el film por artistas contemporáneos que han sabido traducir el alma andersoniana al lenguaje de la pintura y la orfebrería.
1. «Retrato del diplomático exiliado»
Atribuido a un tal Carlo Borgia, pintor florentino inexistente pero cuya obra recuerda al Bronzino más severo, con una pizca de Velázquez en el tratamiento de la luz. El personaje retratado parece observar desde otro siglo, con la boca apretada y los ojos que rehuíen el contacto. Es el cuadro que preside el despacho del protagonista, un archivista obsesionado con la geometría sagrada. Su ubicación no es casual: funciona como espejo del protagonista, como advertencia, como emblema del exilio interior.
2. «Mapa alegórico del Mar de Tiro»
Uno de los elementos visuales clave del film. Es una cartografía imposible que mezcla estética renacentista con simbología ocultista y composición moderna. Diseñado por Hugo Guinness, colaborador habitual de Anderson, el mapa incluye rutas comerciales, constelaciones ficticias y una red de líneas que remite a Mondrian y Kandinsky. Su presencia es constante: aparece en paredes, tapices, estandartes y postales. Es un objeto narrativo que funciona como máquina de lectura del film.

3. «Crucifixión en mosaico dorado»
Inspirado en los mosaicos bizantinos de Rávena y los retablos sicilianos, este mosaico aparece en una escena de confesiones cruzadas entre los personajes secundarios. El Cristo es casi abstracto, con grandes ojos abiertos y los brazos desproporcionados. El fondo dorado refleja la luz de las velas y convierte la escena en un símbolo de lo sagrado atravesando lo cotidiano. Anderson filma el mosaico desde un contrapicado lento, como si nos invitara a una plegaria laica.

4. «La princesa sin rostro»
Se trata de una joya: un medallón esmaltado en el que aparece una figura femenina sin rostro. Según el guión, fue realizado por orfebres fenicios y dotado de poderes místicos. En lo visual recuerda a los camafeos micénicos y a ciertas piezas etruscas, pero su factura es moderna: fue diseñada por Alexis Mabille en colaboración con la joyería parisina Dauphine & Fils. El medallón simboliza el deseo, el anonimato y la imposibilidad de conocer completamente al otro.
5. «Naturaleza muerta con cítricos y máscara ritual»
Obra ficticia de un supuesto Otto Kretschmar, pintor germano-peruano que mezcla la metafísica italiana con ecos de Braque y los bodegones de Morandi. La pintura aparece colgada en la cocina de un monasterio, y representa limones, una jarra, y una máscara tribal apoyada sobre la mesa. Los objetos están iluminados por una luz cenital que recuerda a los interiores de Hammershøi. La escena en la que aparece está marcada por el silencio, la tensión, y la espera.

6. Los bocetos de «La danza del ancla»
Se trata de una serie de dibujos a tinta realizados por la arqueóloga del film (interpretada por Léa Seydoux), que funcionan como diarios visuales. Las figuras, danzando en torno a una gran ancla central, tienen algo de dibujo infantil y algo de ritual primitivo. La composición recuerda a Matisse, pero también a Emil Nolde y los grabados del primitivismo europeo. Fueron creados por el ilustrador Jean Mallard, habitual de The New Yorker, que traduce en línea e intuición el pensamiento simbólico del personaje.
Arte como lenguaje secreto
Anderson no usa el arte como decorado, sino como gramática visual. Cada obra funciona como una frase silenciosa que complementa lo que los personajes no dicen. Lo visible se convierte en huella emocional, en segunda capa de lectura. En La trama fenicia, el arte no ilustra: revela. Y por eso, quizá, la película deja una sensación de museo onírico, de archivo secreto. Quien se adentra en sus salas no vuelve igual. Queda impregnado de belleza, sí, pero también de una inquietud estética que desordena y fascina a partes iguales.