La vida descalzo. Alan Pauls. Random House. 15,90 euros
La vida descalzo es un libro autobiográfico, pero es algo más; es un ensayo cultural, pero no solamente eso; es una narración novelada sobre la infancia y la juventud, mezclada con los ingredientes anteriores. Es un libro sobre la playa como territorio mítico, un espacio que tiene sus códigos, y sus reglas, un territorio donde se ejerce la desnudez, se despliega la amistad, pero también un lugar que desplaza la lectura, la escritura, el sexo. Un lugar donde se habla bajo.
Alan Pauls pone en la entrada de La vida descalzo una bella cita de Pavese: «De día, en la playa, era distinto. Se habla con extraña cautela cuando se está semidesnudo: las palabras no suenan del mismo modo, a veces se calla y se diría que el silencio hace soltar palabras ambiguas». La playa de la niñez de Pauls son las arenas del Cabo Polonio, en Uruguay y Villa Gesell. Y en esos lugares comienza la narración, con un capítulo onírico en el que se mezclan recuerdos de sueños con escenas de cine: «los sueños, con sus imágenes virtuales, son a la playa lo que los espejismos al desierto: la otra escena de un espacio«.
La arena y el deseo
Desde ese espacio, Pauls viaja a la antigüedad o repasa el lugar que las playas ocupan en el cine, arenas de desembarco, dunas para un amor difuminado en las películas de Rohmer. La playa es el lugar de un regreso a la naturaleza primordial. Por eso el autor considera que es un territorio que desplaza o excluye la tarea intelectual de leer, el oficio de escribir, y el amor en su ejercicio sexual: «el deseo sexual no tiene nada que ver con la naturaleza, ni con la mía, cualquiera que sea, ni con la del mundo, y en cambio absolutamente todo con la cultura, siempre me llamó la atención el botín de aventuras y relatos sexuales con que la gente, sobre todo solteros y parejas jóvenes, volvía de pasar sus vacaciones a orillas del mar». La playa nunca es erógena. La playa no es un lugar de cultura, a lo sumo es el comienzo de algo que tiene que terminar en otro sitio, culminar en un coche, o entre el frescor de una sábanas de algodón.
La playa en temporada estival y fuera de ella: «el romanticismo del fuera de temporada nunca es hedonista: es eminentemente sacrificial, es decir, a la vez, cristiano y proletario; de ahí que la playa sólo tenga algún lugar en el imaginario natural de la izquierda en su estado más inhóspito, cuando lo que hace no es alimentar circuitos de placer sino poner a prueba resistencias, estoicismos, capacidades de trabajo, místicas. A diferencia de la playa de verano, disoluta y complaciente, el romanticismo de la playa invernal, con su arsenal de apremios, exigencias y contratiempos, encierra la única droga de la que la izquierda sigue reivindicando con énfasis la adicción: la épica»
Cañones en La Habana
En el libro hay una geografía de playas, desde Brasil, con su jerarquía de pieles morenas, en la que el autor ocupa el último lugar de la evolución, por la blancura inmaculada de su epidermis, hasta las playas de Cuba. En una entrevista con un diario argentino, Pauls recordaba su primera impresión:« me acuerdo del impacto que me produjo ver cañones enterrados apuntando al mar en la playa de La Habana. Una imagen insólita para el turista despreocupado que yo era, pero perfectamente lógica para una ciudad y una isla que vivían pensando en que podían ser atacados por todas partes. La playa es una zona liminar, una frontera, y por lo tanto teatro de exilios y de invasiones. De ahí la inquietud que uno siente cuando pone un poco entre paréntesis el uso hedonista y mira el mar a lo lejos y piensa en todo lo que puede estar viniendo desde esa inmensidad».
El final de La vida descalzo es un comienzo, el nacimiento de un lector, cuando el niño que quiere la arena y el agua cae enfermo y descubre otro espacio, el del libro que acaba de abrir y que se cierra sobre él como una trampa que nunca volverá a abrirse:« el libro es ese otro lugar que tiene la forma de la felicidad perfecta, y que, como escribió alguien a quien él leerá recién veinte años después, cuando ya no esté circunstancial sino crónicamente enfermo, tanto que solo será capaz de hacer lo único que quiere hacer, quemarse lo ojos leyendo, quizá no haya habido días en nuestra infancia más plenamente vividos que aquellos que creímos dejar sin vivirlos, aquellos que pasamos con el libro por el que más tarde, una vez que lo hayamos olvidado, estaremos dispuestos a sacrificarlo todo«.
La prosa de Pauls no es fácil. Su uso de las subordinadas exige una lectura atenta. Construye los párrafos como una arquitectura compleja, de capas que se superponen, y que se van cerrando a medida que uno avanza en la lectura. El lector debe caminar con atención por las veredas de este ensayo que se nutre de materiales tan diversos pero el premio final es máximo