Es un hecho, la sociedad ha pasado la última página del “Manual de madurez humana” y, no teniendo otro tratado conocido en su peculiar evolución, ha comenzado a leerlo de nuevo. Cuando la ingenuidad no es más que dicha madurez al desnudo, el niño es un anciano y el anciano es un niño. Porque ya nada nos sorprende: un virus mundial salido de una novela de King, una invasión militar con apocalípticos titulares, coqueteos con colapsos comerciales que, en muchos territorios, llevan años sufriendo en silencio, cielos de Bradbury, el jodido meteorito de la Nasa que no termina de caer, un reconocido y apreciado actor pegando a otro antes de recibir el premio más importante de su vida. Y no pasa nada.
Porque ya nada nos estremece. Si mañana amaneciéramos rodeados de gigantes de fuego o con el suelo cubierto de animales muertos, no nos impactaría más de lo que lo hace nuestra propia imaginación y sus representaciones. Solo la cultura es la causante de esta ausencia de asombro. La cultura, que se hace rupestre a cada siglo, en una época más sentimentaloide que racional en la que es algo más difícil ser creador, expendedor de muestras de humana imaginación hoy, que en el pasado.
Y es aquí, concretamente, cuando el cine se viste de estandarte de esa ley, de esa capa sobre capa. Porque el cine es el gas, el gas del que hablan en aquella escena de “Los Cazafantasmas”, la primera, la del simbólico año de 1984, cuando el genial cuarteto de cazadores de seres de otra dimensión está dando explicaciones en el despacho del alcalde de Nueva York y el enemigo del grupo, el palmero que todo ayuntamiento posee, los acusa de timadores: “estos tipos emplean gases neuroquímicos para producir alucinaciones, la gente cree estar viendo fantasmas…”. A partir de eso, ya nada puede ser real, incluso que Putin acepte el desafío de Elon Musk en 15 asaltos.
Y todo puede serlo.
El amado séptimo arte nos regala una nueva idea sobre la maternidad con “Lamb”, (2021), disponible en Filmin. Coproducción con firma del, no muy conocido, pero presente en niveles de producción en muchos títulos, (“Oblivion”, “Noe”, “Juego de tronos”,…), Valdimar Jóhannsson. Premiada en el festival de Sitges, (Mejor Película) y (Mejor Actriz) para la, siempre tan intensa, Noomi Rapace, -apunte para mitómanos, la Lisbeth Salander europea es hija del artista, Rogelio de Badajoz-, que muestra la increíble experiencia vivida por una pareja de granjeros, María e Ingvar, tras el parto de una de sus ovejas.
Con una sobria puesta en escena, con notables interpretaciones, muy especial la de Rapace, -su mirada, arte gitano en sus venas, es de lo mejor del cine actual-, en un paisaje, el islandés más salvaje, cuya cautivadora mezcla de vida y desolación proporciona tanto juego, “Lamb”, como se encargó de negar su director, no es una película de terror con animales. Vamos, que no tiene nada que ver con “Los pájaros”, ni con “Cujo” ni con el legendario taquillazo, “Tiburón”, aunque, como es temido desde el principio, al final, la naturaleza cobra su peaje, aproximando la cinta y su suceso a la moraleja de toda fábula religiosa.
Aun con sus crisis y su presente recalificación en las múltiples plataformas de streaming, vencedoras, en cierto modo y no del todo, frente a la piratería, el cine, el noble, (y maravilloso) gas capaz de hacernos creer ver fantasmas, lleva toda su vida, y lo que le queda, restaurando una historia sobre otra, -la palabra remake es un género en sí mismo-, todas salidas del mismo tronco, que diría Borges, y allí donde cualquiera de sus artesanos enciende una bombillita de imaginación, le acompaña la siguiente. Y otra. Y miles más, contorsionándolo todo cual Uróboro.
“Lamb” usa el golpe de su cuento, el hecho fantástico sin precedentes, de un modo sutil, a veces… soporífero, con pequeñas inconexiones, tal vez fruto de errores de continuidad, normalizando lo insólito, porque… ¿qué no puede pasarle, como algo habitual, a unos granjeros en mitad de la nada islandesa, siendo protagonistas de una película? Usando la tragedia, sin drama, la pareja acepta en su aislamiento lo vivido como un regalo divino, sin miedo, transformando el contenido de la película en un mensaje: ¿qué es la magia sino una distinta percepción de la realidad? Y un canto al amor más incondicional posible. Un amor como el de la madre de David, el niño androide de “Inteligencia artificial” o el de José Luis López Vázquez por su muñeca hinchable en “No es bueno que el hombre esté solo”. Un amor inhumano que acaba con el “Manual de todos los tipos de amor” y empieza otro, el que trace su imaginación.
Lenta como un cuentagotas, pero segura de su calidad cinematográfica, “Lamb” no estremece tanto como puede parecer, su principal y deliberada característica debido al esfuerzo de no querer ser una muestra más de cine fantástico, pero sí atrapa por la fuerza de sus protagonistas, de su ambientación, (ves, oyes y hasta hueles la granja) y de su final, siendo, con todo merecimiento, una de las mejores propuestas del género en los últimos años. Demostrando que la imaginación humana no tiene límites, siempre y cuando siga nutriéndose de sí misma y siga usando al cine como gas neuroquímico con el que producir alucinaciones de todo tipo.