Si “un hombre precavido vale por dos” y esa pareja es tan atenta que no se les escapa nada del devenir cotidiano, ni un solo detalle de cuanto acontece a su alrededor, sin duda nos encontramos ante dos jubilados con todo el tiempo por delante para estar de guardia por las calles.
Si uno de ellos es demasiado hablador, esa atención decaerá y la ocupación o (pre)ocupación acabará adoleciendo de imperfecciones propias de la distracciones y de juicios superficiales a primera vista, es decir, que la verborrea de un compadre impedirá seguir la actualidad del barrio correctamente.
Ahora bien, si además de “valer por dos”, “toda precaución es poca” a estos protagonistas del artículo de hoy habría que ponerles un tanque para atravesar la plaza, la calle o para ir al cajero…
Ironías a parte, el saber popular, el verdadero, dice lo que dice por algo; y luego beben de él sesudos especialistas de la ‘todología’ para reescribir mal cuatro o cinco libros parafraseados, a su vez, de otros cuatro textos de toda bibliografía básica. En esto ya no hay escándalo porque el mismo Nietzsche crucificó a Dios y lo mató porque a su vez ya se lo había oído a otro…pero a lo que íbamos. Para ser precavidos no bastan dos hombres, sino muchos más y para la tranquilidad que nos otorgue toda precaución ponemos ventanas, puertas, cerrojazos, hachas en la leñera “por si las moscas” y fronteras entreabiertas por el viento y por el dinero del turista o migrante fichado para el ocio futbolero. De aquí se colige que un servidor haya cambiado sustancialmente el capotazo del engaño aparente, ya que las apariencias engañan a quien se deja engatusar.
Nuestra innata inteligencia sabe de sobra a quien confiarse. Luego la realidad afirma o desdice nuestra candidez, o nuestra ‘desenfundada’ e irracional sospecha ante todo, alimentada a su vez por el populoso populismo de algunos interesados en que todo esté mal para tensar la cuerda de la convivencia. Y llegado a este párrafo abandono la anarquía temperamental con la que Dios me dotó para cambiar al más razonable sentido común de profesor de escuela porque soy libre, incluso, de mí mismo y de mis opiniones: materia que no enseñan en las universidades, por cierto…¡porque no hay libertad en las apariencias ni en los prejuicios y sambenitos que deseducan nuestra ya, per se, desestructurada cabeza loca!
Y por la libertad, si de ser libre se trata, sin dislocamientos de adolescencia, no existe sin razonabilidad y tampoco existe reduciéndola a límites o yugos que no permitiríamos llevar en nombre de la ideología vencedora y que contradicen a la misma libertad.
Entonces, ¿cuándo se es libre? ¿Cuándo se usa la libertad? ¿Cuándo se experimenta uno libre?
Cuando la libertad reconoce que pertenece a algo más grande que sí misma, como un niño que se siente seguro sobre los hombros de su padre y se muere de miedo cuando pierde su mano entre el gentío. Se es libre cuando se pertenece, desgarradoramente, como Luís Cernuda:
“¿Mi tierra?
Mi tierra eres tú.
¿Mi gente?
Mi gente eres tú
El destierro y la muerte
para mí están adonde
no estés tú.
¿y mi vida?
Dime, mi vida,
¿qué es, si no eres tú?
O en su celebérrimo poema:
“…libertad no conozco sino la
libertad de estar preso en alguien
cuyo nombre no puedo oír sin escalofrío;
alguien por quien me olvido de esta
existencia mezquina,
por quien el día y la noche son
para mí lo que quiera,
y mi cuerpo y espíritu flotan en su cuerpo y espíritu
como leños que el mar anega o levanta libremente,
con la libertad del amor, la única libertad que me exalta,
la única libertad porque muero.
Tú justificas mi existencia:
si no te conozco, no he vivido;
si muero sin conocerte, no muero, porque
no he vivido”
La libertad, por tanto, es más ella misma cuando se pliega a los hechos que el populacho resume en una línea de refrán y el intelectualista alarga hasta las pesadas 600 páginas. Y cuanto más se pertenece a un amor grande, más libertad se experimenta. Por eso, no hay libertad sin pertenencia amorosa, en contra de la mentalidad expandida de que se es más uno mismo en soledad.
¡Qué tristeza! Con lo bello que es pertenecer y entregarse como se entrega una madre, como se entrega un Pasteur a su microscopio, como se entrega “el cordero llevado al matadero” que describe Isaías y que ama más la verdad que a sí mismo. Por eso, entre otras cosas, hay tan poca gente libre y tanta que prefiere llevar razón aunque tenga que obviar, violentar o censurar los hechos tangibles, las causas evidentes y las consecuencias del buen o mal uso de la libertad.
Imaginen una libertad sin compañía, una libertad sin precaución, una libertad sin defensas…
Mi viejo maestro Joda siempre nos ponía el mismo ejemplo sobre el uso de la libertad y su interpretación cuando nos preguntaba qué diríamos si, al entrar en casa, encontráramos un ramo de flores y siempre contestábamos lo mismo. Hágan la prueba. A su libre proceder dejo el interrogante y la respuesta. Pero ya les digo que para ser libre, para experimentar la libertad, hay que entregar la cuchara y la sacrosanta opinión a cambio del amor a la verdad, aunque ésta la diga un bandolero fantasma, aparentemente ocioso, un borracho dilentante o el hijo de un carpintero, descendiente del rey David.
Quien sea tan esclavo de sí mismo como para no reconocer una verdad cuando ésta se estampa antes sus ojos con la forma de la hermosura, que siga llamando post-verdad a la mentira y tildando y subrayando a otros sus errores ortográfico-existenciales. Que siga sospechando para no confiarse a nadie y que viva en los montes su santa anarquía, ya pedirá auxilio a las fuerzas del orden que están para defender la libertad de todos y a algunos de sí mismos.
Por concluir, para paganos y cristianos de bien, les recuerdo y les recomiendo la dramática llamada de atención de Jesús a Pedro cuando el pétreo discípulo saja de un navajazo la oreja de Malco, uno de los soldados que prendieron al nazareno, y éste lo cura antes de ser llevado hacia el silencio y la muerte. “Quien a hierro mata, a hierro muere.”
A la hora de la verdad, ¿quién no querría estar con un hombre tan libre; ser amado con esa libertad consciente de pertenecer; consciente de su abandono, consciente de su destino? ¿Quién no querría participar de esa entrega libre, pudiendo haber escapado?
Ese amor ilimitado que calla porque cada cosa, que vemos sin ver, susurra su nombre en la caricia del sol a las flores, a los campos abandonados por la mano del hombre; a las orillas donde llegan nuestras pertenencias tras el naufragio del vivir y que nunca se cansa de insuflar vida a nuestros hijos, cada día, cada mañana.
Ese amor infinito que asciende y brota y relampaguea en cada espiga, en cada oliva tronchada para robarle su oro líquido. Ese amor que hace brotar en labios salmistas la poesía ignota de la Providencia que nada sabe de dineros ni intereses. Para nuestra desgracia, ni los cristianos saben ya qué es la Providencia y ya no leen a su maestro. Prefieren leer la cartilla del banco.