Juan Luis Goenaga. Alkiza, 1971-1976. Museo de Bellas Artes de Bilbao.
Lo oculto y lo primitivo forman un estímulo constante en el arte y la cultura vasca. Su rastro enlaza a Baroja y al padre Barandiarán, a Oteiza y a Chillida. Lo telúrico es una fuerza constante que ha animado aventuras artísticas que han perseguido con afán capturarlo, convertirlo en símbolo, trazar su escritura. En esa tradición se incluye la obra de Juan Luis Goenaga durante el lustro que va de 1971 a 1976, reunida en el Museo de Bellas Artes de Bilbao, y ordenada por Mikel Lertxundi. Se exponen pinturas que traducen el azar vegetal de hierbas y raíces, y fotografías que se inscriben en la corriente del land art, que invoca señales de un tiempo ancestral.

Alkiza es el caserío familiar al que Goenaga se retiró en busca de inspiración durante esos años. La muestra reúne un centenar de trabajos tempranos de este artista de formación autodidacta, que trabajó en esos años en formatos diversos: lienzos, obra sobre papel, cajas de objetos como la que se muestra en la imagen de portada, y fotografías que documentan elementos vegetales o sus intervenciones en land art durante sus paseos por el bosque.
Lertxundi recuerda en el prólogo del catálogo que el Goenaga de los primeros años setenta es «heredero directo de la preocupación de varios de los miembros de Gaur (grupo de artistas) por arraigar su arte en la herencia creativa y espiritual vasca; por profundizar en los orígenes de la existencia y los referentes culturales». Como afirma Goenaga en una entrevista en Zeruko Argia, la pintura vasca «necesita en primer lugar conocer todo lo realizado por nuestros antepasados, en las cuevas, en los cantos y en los bailes. Observarlos bien, escuchar con atención y tenerlos en cuenta».

Ese es el afán que anima su trabajo en esos años. En Alkiza, Goenaga se sume en el ardor de la experimentación, con técnicas diversas, las que mejor se adaptan a las necesidades expresivas: la madera y el hierro, el aguafuerte, los ensamblajes, el dibujo y la pintura, el land art, del que fue pionero en España, gracias a las enseñanzas de su primo Antton Eizegi. En esta obra se asienta la preocupación y búsqueda de lo prehistórico, «lo escondido, lo mágico, los signos o las superposiciones. Inician, además, su voluntad de establecer puentes entre distintos planos de la realidad, entre lo tangible o lo intangible».
Animado por una vocación de flâneur en medio de la naturaleza, los caminos están presentes en su carrera, y subraya la importancia de los itinerarios en la práctica del arte. El espacio, al caminar, convierte su significado en una obra artística, en la que se generan foras, construcciones simbólicas, que están siempre ligadas al arte prehistórico. Esas obras, efímeras, Goenaga las preserva con fotografías, clasificadas, que son sublimaciones de lo fugaz.
En su regreso a la pintura, Goenaga muestra un fervor nocturno: pinta lluvias de sombras, rigmos diagonales, destellos de azul lunar, neblinas de clorofila, ritmos de cadencias y praderas infinitas mecidas por el viento, sacudidas por fuerzas insondables, danzas y gestos milenarios que parecía pintar en estado de trance, hasta el punto de afirmar, después de una larga madrugada de trabajo: «este cuadro no lo he pintado yo».