Los niños no ven féretros. Omar Fonollosa. XXXVII Premio de Poesía Hiperión. Editorial Hiperión
«El arte es el motor que conserva el ingenio deslumbrante de la infancia», escribe Fonollosa en uno de los poemas de este libro que lleva en la portada una rayuela en cuyo final se sitúa el cielo. Fonollosa ha merecido el último premio Hiperión, que lleva ya treinta y cinco años de descubrimientos de poetas jóvenes. De Fonollosa sabemos que nació en Zaragoza en el año 2000 y que su primer poemario se tituló Desde la más estricta soledad. En Los niños no ven féretros el poeta, o versificador, que es como le gusta denominar su oficio, mira hacia atrás, y agita la memoria para repasar la primera vida de la infancia, la experiencia del amor, los primeros pasos poéticos. El resultado es un poemario variado en las formas, en el que late la conciencia de la caducidad, la pérdida que supone la imperiosa necesidad de envejecer. El libro está dedicado, además de a la familia y a los amigos, «a quienes sobreviven como pueden a la edad adulta».
Nuestro tiempo tiene un ingrediente trágico. La mirada de los poetas a la infancia como territorio mítico se ha convertido en un reflejo frecuente. La infancia, que cada vez es más corta, más sobreprotegida. Desde el primer paso de Los niños no ven féretros, el poeta reconoce que «escribe para volver a lo que se ha esfumado de golpe, sin remedio». Lo hace recubierto de la armadura que son los adultos, «una armadura que le protege del resto de adultos con armadura». Los recuerdos son losas para las que más adelante, en el libro, escribirá breves epitafios. El conjunto describe un cementerio de recuerdos.
Emerge «el que fui antes de ser lo que soy», lo ve en el espejo de la memoria, con dolor, porque aparta la mirada. Aparecen recuerdos como ondas lejanas que van perdiendo fuera, «y ahora, todavía, la cena sabe siempre a aquella infancia». Fuera, el paisaje ha cambiado, han brotado edificios, «la azotea perdió todas sus vistas». Evoca un tiempo sin quebraderos: «mi mayor problema era perder algún juguete en las tardes de parque, tobogán y columpio». Y juega con humor con los contrastes: «un tiempo luminoso en el que no llegaba a los interruptores de la luz».
En otros celebra la resistencia, el triunfo de que el tiempo no haya podido del todo con su imagen pasada, «solo he cambiado la rayuela del suelo por los libros de Cortázar». Y la tabla de salvación del amor: «aunque tú no me creas, viajera sin destino, has cambiado mi vida, como el sonido al cine». O la de la literatura: «el arte es el motor que conserva el ingenio deslumbrante de la infancia».
Omar Fonollosa reconoce su deuda con Joaquín Sabina. Una canción del jienense, Ruido, le abrió las puertas de la poesía. «me parece el mejor poeta que tenemos en España y en todo el ámbito de hispanohablantes». En la lista de sus referencias están Benjamín Prado y Luis García Montero, Ángel González, Almudena Grandes, Alejandra Pizarnick, Mario Benedetti, Bukowski, Maruja Mallo, Rozalén y Silvio Rodríguez y Javier Krahe. Entre la poesía y la canción. En ese mundo se mueve este poeta que afirma que una vez publicados, se dedica a «defender sus libros».