Menos quejas y más actos de amor

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menos quejas

A mi juicio, ya precario de tanta lectura como el hidalgo de la Mancha, no hallo nada más placentero para el espíritu que ver resucitar rostros cuando les soy de utilidad en este camino lleno de hojarasca y gente que, en ocasiones, saluda y en otras guarda su educación para otros intereses. Por supuesto, esto es un execrable utilitarismo de muy mal gusto y yo me refiero a otra cosa porque, si no matizamos con tino, podemos confundir a un hombre con un destornillador, o con un mero número que pague las pensiones de los abuelos y devuelva el portátil cuando deja una empresa, o la empresa lo deja a él…

La utilidad de una persona, jamás debería medirse en términos productivos, de ganancia o pérdida de interés, sino como capacidad intrínseca que todos poseemos para hacer más llevadera la vida a otro hombre; de ahí que haya que diferenciar entre el ser-el existir- y sus cualidades, muchas o pocas para vivir en sociedad.

Ciertamente, esta cualidad de echar una mano tampoco debe medirse por el resultado, ya que éste puede no verse de inmediato y depende de tantos factores, como libertades pasean por este mundo sin saludar, o saludando sólo por interés. Pero, a poco que prestemos atención en esta lucha contemplativa contra el olvido que padecemos en el siglo, el hecho de ayudar a otros, la utilidad de mirar juntos otras perspectivas, se está convirtiendo en una necesidad humana, tanto para el que ayuda como para el que es ayudado.

No dudo que esta afirmación pueda parecer pueril. De hecho, lo es tanto que retrata como pocas el terrible estado moral de nuestro país, cuando uno se asoma a ciertos nichos y comprueba que nadie ayuda a nadie por la sencilla razón de otorgarle al Estado, a la Iglesia, a sus monjas, sus curas, sus Cáritas y sus onegés, todas las responsabilidades más incómodas.

Es tal la idolatría del Estado con respecto a sus funciones, que parece bastar nombrarlo, o quejarse del mismo, para quitarse el muerto de encima a la hora de arrimar el hombro y desentenderse de toda responsabilidad. Con la Iglesia, sucede lo mismo –para eso está, dicen parafraseando a un utilitarista Napoleón y a la mayoría que dan un euro, desconfiando del destino que le dará el afortunado por su buena obra del día.

Se preguntarán por qué sucede esto, o espero que se lo pregunten… ¿por qué hemos idealizado hasta la abstracción a ciertas estructuras, como si estas fueran a hacer el trabajo del que el resto se ausenta? Pues, sencillamente, porque carecemos de un principio de conocimiento, así de claro; es decir, desconocemos el origen básico de las acciones pero, en cambio y como Kant, sabemos quejarnos de maravilla al ver las consecuencias. No en vano, y por darle fundamento filosófico a este desaguisado, ya Fichte le afea a Kant que éste sí “posee la verdadera filosofía, pero sólo en sus resultados, nunca en sus principios”, que vendría a ser como el más campechano “una cosa es predicar y otra dar trigo”, tan arraigado en las culturas mediterráneas.

El lector, sobre todo si está pasando fatigas, podrá comprobar que, en parte, es por culpa de Kant y de toda una sociedad que sólo pone el grito en el cielo “porque todo está mal”, ya que le es más útil que lo hagan otros; porque no saben qué hacer y porque no saben qué principia sus propias acciones, lo cual es grave para la cultura, para las finanzas, la educación, la vida comunitaria…; en fin, para todo. Por dar una pista sobre el origen moral de las acciones; ese principio que Kant debió callar por no salir nunca de su pueblo, Rosmini puede sernos de gran utilidad:

“Quiere, es decir, ama el ser donde quiera que lo conozcas (…) No confundas los fines con los medios (…). Si amas más las cosas que a las personas (…), darías a las cosas una parte de ser que no tienen, colocándolas por encima de las personas…” que es como decir que usted no es un vulgar tornillo, una vulgar moneda, sino un ser vivo, latente, deseante, necesitado de amor.

O resumiendo en un latinajo -que nunca viene mal- “ens et bonum converturtur”: el bien no es más que el ser. Que es, como venimos insistiendo, y lo haremos cada día más porque hace mucha falta, la maravilla de existir, de ser y de ser siempre junto a otros. Por eso, un Estado, una Iglesia, una comunidad, un partido… empieza a quebrarse cuando alguno de sus miembros pasa hambre por la indiferencia del vecino, por un nieto que ha olvidado la gratuidad y las monedas en la faltriquera de su abuela y por una sociedad que ha olvidado que el principio real de las acciones es el amor. El amor concreto; el que desvela a los padres por los hijos; el que “mueve el mundo y las estrellas” del enmudecido Dante; el que nos examinará “al atardecer de la vida”, según Juan de la Cruz. Así que dejen de quejarse y principien de una vez sus actos de amor; que a eso también se aprende. Ya verán el bien del ser para usted y como el ojo del Estado está tan ciego que necesita de nosotros para guiarlo como un perro lazarillo.

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