Mi Rusia. La guerra o la paz. Traducción del alemán de Pablo Alejandro Arias Pérez. Editorial Impedimenta
Una pirámide de esclavos. Así define Rusia Mijaíl Shishkin, que ha pasado por Madrid para firmar libros en la Feria. Su libro es un conjunto de ensayos en los que huye del llamado «misterio del alma rusa» para explicar las razones históricas de un sistema tribal en el que prima la fuerza y el lenguaje de la violencia. El libro de Shishkin responde a aquella afirmación que leímos en Vasili Grossman: «la única experiencia que no ha tenido Rusia es la de la democracia». El autor vuelve a esa cuestión para dar explicaciones. Es inútil atender a las palabras en circulación en el discurso oficial ruso. Son todas falsas, mentiras aceptadas, que deben ser interpretadas de acuerdo con un código de simulación Ese es el único misterio a desentrañar: el laberinto de términos, la conspiración con las que las palabras ocultan la realidad.
Shishkin establece el nacimiento de la forma de poder rusa en las conquistas de los mongoles en el siglo XIII, en el establecimiento del llamado ulus ruso, en el que regían las mismas reglas que en el resto del imperio oriental: el kan consideraba que los países esclavizados formaban parte de su propiedad, la ley fundamental del país era la ley del más fuerte.
A partir de ese momento, Rusia se situa al margen de las transformaciones de Occidente. Mientras Europa se ve estimulada por la Reforma protestante y por el Renacimiento, en Oriente crece in imperio militar que utiliza a su pueblo como ejército. Shishkin nos ilustra esta teoría con algunas divergencias culturales interesantes. Mientras Drácula es visto en Occidente como un sádico maníaco, la versión rusa dice que se trata ante todo «de un gobiernante ortodoxo que defiende la fe verdadera frente al enemigo musulmán y garantiza el orden absoluto en su país».
El zar se convierte, desde la Edad Media, en un poder de una fuerza absoluta, capaz de garantizar el orden y evitar el caos, al precio de entregarle la libertad y la voluntad. Los zares, aristocráticos o marxistas, serán examinados en función de su capacidad de utilizar la violencia y de ganar batallas. Si las ganan, como el añorado Stalin, son auténticos. Si las pierden, como Gorbachov, son falsos zares, y deben ser sustituidos de inmediato por otro mejor. Los intentos de reforma en la época de los últimos Romanov dieron lugar a a una división en el ulus de Moscú. Surgieron dos naciones: una que miraba a Occidente, la otra oriental. La primera fue descabezada y aplastada por el poder soviético. Hoy son dos millones los rusos que viven fuera de su país. Y los reformistas como Navalny son asesinados en la calle, o en prisión.
Las torres del Kremlin
Rusia es una prisión gobernada por un autócrata que representa el equilibrio entre las llamadas «torres del Kremlin», metáfora con la que los rusos se refieren a los diferentes clanes de poder que se reparten las riquezas del imperio. La guerra, la guerra permanente, es una forma de tener cohesionada a la población. Los medios de comunicación son tan solo la herramienta con la que se alecciona a los rusos sobre el enemigo europeo, el enemigo americano, o los riesgos de las costumbres occidentales que toleran la homosexualidad.
Putin llegó al poder como heredero de Yeltsin. Tuvo un primer desafío en la guerra de Chechenia. No dudó en utilizar el terrorismo para que los rusos le concedieran el poder absoluto de la guerra contra los chechenos. Hoy es Ucrania. Shishkin dibuja en el final de su libro dos futuros. Uno en el que la clase dirigente buscará pronto un relevo a Putin si pierde la guerra de Ucrania, un zar auténtico para seguir en la cúspide de la pirámide de esclavos. El otro futuro está lleno de fe. Dice Shishkin que es falso que Rusia sea incompatible con la democracia. Y tiene razón, pero una historia de 800 años es demasiado peso para sacudirse la certeza de que no hay otra forma de vivir que, «en la cocina de un ogro». En Rusia nadie quiere un poder débil, sino un tirano.