‘Eso nunca funcionará’. Marc Randolph. Planeta. 2019. 351 páginas
Haga la prueba: busque Netflix en Google News. Verá la cantidad de titulares que genera esta empresa. Son, en su mayoría, “no noticias”. Publicidad encubierta de sus contenidos –que, además, no se paga-, y abuso de su marca allí dónde se podría hablar genéricamente de plataformas audiovisuales o de cualquiera de sus competidoras. Pero la palabra Netflix da clicks. De ahí su hipertrofiada presencia en nuestras vidas. “Ver Netflix” se ha convertido en una muletilla para hablar de consumo audiovisual, fundamentalmente en el hogar. Volvemos a lo mismo: la compañía de Reed Hastings ha conseguido el prodigo del papel Albal; que una marca comercial se use para nombrar un producto. La parte por el todo.
De ahí que resulte particularmente interesante escarbar en su origen. ¿Cómo hemos llegado hasta aquí? Marc Randolph cofundó Netflix con Haastings en 1997. Llevó las riendas ejecutivas de la firma durante sus primeros pasos. En 2004 se jubiló antes de haber cumplido 46 años. Su relato es sorprendentemente ameno. Siempre bajo la premisa de dejar claro, casi en cada párrafo, que él era un emprendedor “enrollado”, sin nada que ver con la idea preconcebida de ejecutivo que puede albergar el lector.
Una multa fundacional
Hablar del principio de Netflix es remontarse a una anécdota repetida hasta la náusea. Ésa que refiere la ira de Haastings cuando Blockbuster le cobró 40 dólares por retrasarse en devolver una copia en VHS de Apolo XIII (Ron Howard, 1995). Primer mito desmontado. La multa existió. Pero fue un mero recuerdo que le vino a la mente cuando Randolph le estaba detallando su brillante idea: enviar películas por correo (página 30). Aprovechar el naciente Internet para dar un servicio de cine a domicilio.
Trasladar a las películas el modelo que ya explotaba Amazon con los libros. Con posibilidad de alquilar, materializando la devolución también a través del sistema postal. Perfecto ejemplo de la transición “de los átomos a los bits” de la que hablaba Nicholas Negroponte en su preclaro libro El mundo digital (1995). Pero las cintas VHS eran un átomo demasiado consistente como para ser enviado por correo. De ahí que la idea de Netflix no pasara de ocurrencia a algo realizable hasta que no se popularizó (es un decir) el DVD.
Pan para hoy, hambre para mañana
El esfuerzo ingente de hacerse con un fondo respetable de películas para dar satisfacción al incipiente coleccionista del nuevo formato supone el pistoletazo de salida para Netflix. Aquí asistimos a uno de los pasajes más absorbentes del libro. Randolph ve complacido el éxito de su producto, pero sabe que éste viene de una ventana –la venta directa- que sobre el papel iba a ser secundaria, mientras que la que teóricamente iba a ser la principal –el alquiler- no despegaba. Es consciente de que es pan para hoy y hambre para mañana.
Cuando Amazon y otras grandes cadenas empiecen a vender películas ellos quedarán fuera de juego. Hay datos preocupantes: las promociones que acuerdan con empresas tecnológicas para regalar alquileres con los flamantes reproductores se traducen en muchos primeros usuarios que luego nunca repiten. Y es ahí cuando se forja, siempre según el testimonio de Marc Randolph, lo que podríamos denominar el “espíritu de Netflix”. Recomendaciones a los usuarios en función de sus alquileres previos -¡el algoritmo!-, tarifas planas y sistemas vanguardistas.
El éxito llegó cuando se estableció una cuota mensual que permitía tener cuatro títulos a la vez. El tiempo no era un factor. Pero, por cada filme nuevo del que se quisiera disponer, había que devolver uno de los que ya se tenía. Casi podríamos decir que se modeló en átomos el esquema que hoy triunfa sobre los bits.
Un relato poco elegante
El buenrollismo “startup de Sillicon Valley” que impregna casi todo el relato se interrumpe abruptamente cuando se habla de Blockbuster. La cadena de videoclubs físicos reinaba en aquel mundo de átomos. En 2000, la balbuceante Netflix diseña un plan de viabilidad que pasa por una alianza con la cadena física para transitar juntas en el camino al consumo totalmente digital. Los californianos son recibidos en la sede central de los reyes del vídeo en Dallas (Texas).
La reunión se viene abajo cuando se pregunta un precio para que Blockbuster se quede con Netflix. La respuesta es “cincuenta millones”. Diríase que Randolph tiene grabado a fuego el momento: “Fue minúsculo, involuntario, y desapareció casi de inmediato, pero tan pronto como lo vi, supe lo que pasaba. John Antioco estaba esforzándose por no reír” (página 274). Como es sabido, Blockbuster ha pasado de tener miles de tiendas a todo el mundo a mantener, ya como exotismo, un único establecimiento de la antigua franquicia en Bend (Oregón). Mientras, Netflix se ha convertido en sinónimo de entretenimiento. El ensañamiento que destila la narración de todo este episodio está algo lejos del concepto de elegancia.
Habrá quien piense que Eso nunca funcionará termina justo cuando empieza lo bueno. No vemos cómo Netflix se da cuenta de que el futuro está en el streaming y en producir su propio contenido. Pero eso ya nos lo está contando la prensa todos los días. Por eso resulta valioso conocer que todo empezó con un CD de grandes éxitos de Patsy Cline que Marc Randolph consiguió autoenviarse por correo sin que llegase dañado (página 40).
Netflix vive hoy su auge. Quién sabe cuándo llegará la caída. ¿Qué dejará obsoleto su modelo? No descarten que ahora se esté esbozando en alguna oficina dentro o fuera de Sillicon Valley. Y que todos alrededor de sus impulsores digan que eso nunca funcionará. Pero, como decía el jefe de la tribu de Astérix, eso no va a pasar mañana.