Papa Francisco, el centrocampista incomprendido

Jorge Mario Bergoglio eligió el nombre de Francisco con un tino que sólo se comprende desde su proceder insistente en “salir a las periferias”, en jugar fuera de casa; expresión  que no se cansó de repetir a lo largo de trece años y que no se cansó de demostrar a tenor de sus viajes apostólicos. De las periferias venía y a las periferias fue sin fingir, en absoluto, su falta de adhesión al formalismo y ‘ombliguismo’ característico de la Iglesia europea, la Iglesia que cree saber, la Iglesia que bosteza y boquea sus estertores de muerte y lujo. Y a los hechos, me remito.

Como Francesco, se sintió llamado a “reconstruir la Iglesia”, de ahí que no le haya prestado atención a los problemas sobre puntillitas, cirios, zapatos rojos y modas vaticanas, tan importantes para el catolicismo bien planchado de las grandes potencias, y se haya dedicado más a trabajos de albañilería y muros de carga, como fiel y sabio artesano que supo como ningún otro dónde había que acometer las profundas rehabilitaciones de un campo de juego que avisa, desde hace tiempo, un “cerrado por derribo”. Y estas rehabilitaciones, -como en el evangelio, por si alguien quiere asomarse- tienen que ver con los leprosos, con los alejados, con los pecadores, con los equipos de segunda, con los jugadores frustrados, con “las periferias existenciales” en las que Jesús se sentía tan a gusto; es decir, fuera de Jerusalén, fuera de Roma, fuera del boato, de la apariencia y de la vida cortesana, siempre pendiente de sí misma aunque cambie el entrenador.

Como san Francisco, Bergoglio no ha sido comprendido por su propia equipo, no ha sido comprendido por los’ católicos de bien’, por las glorias deportivas, por los que se creían más que los otros, por los aparentes “defensores de la fe” que distraían millones de dólares, vivían apoltronados en el cargo de la pureza para esconder las pestilentes injusticias y pecados que el argentino, como el dios Maradona, supo regatear porque los vio venir de lejos. De esos puros y formales nuncios de cruz dorada y púrpura conciencia, vinieron los primeros ataques, las primeras entradas al tobillo, las primeras lesiones ante todos los espectadores. Nunca se vio antes tal espectáculo tan deleznable contra un Papa; nunca se vio tal violencia en el campo y entre los jugadores de un mismo equipo.

La muerte de Benedicto XVI fue un claro ejemplo de falta de deportividad por parte de los círculos autoproclamados como veraces intérpretes de la tradición, de la costumbre, de un aburrido modo de jugar la pelota para no dejar paso a nuevos jugadores. Recuerden, si no, la salida de pata de banco del secretario alemán de Ratzinger: publicando libros, concediendo entrevistas con su jefe de cuerpo presente, demostrando, sobre todo, su incapacidad de comprender que la Iglesia vive de los triunfos de ahora, nunca de glorias pretéritas y dando a entender -a quien quiera entender- que Francisco nunca fue querido entre los veteranos del Vaticano porque sabían a qué venía.

Y fue -vaya si fue- a airear los vestuarios, a orear las estancias cerradas, los departamentos exclusivos y las exclusivas vidas de una Curia a la que todos los años, por Navidad, los metía un gol por la escuadra con pronunciaciones contra el “dolce far niente” cardenalicio. Quizá los aficionados no recuerden una orden papal obvia, que escoció bastante intramuros: pedir a los obispos que visitaban Roma que pagaran sus gastos en lujosos apartamentos vaticanos, como todo hijo de vecino que se va de vacaciones y como todo hijo de Dios con un poco de vergüenza.

Este ha sido Francisco, el centrocampista incomprensible para las conciencias tranquilas,  para los dueños del campo, para todos aquellos que viven de los fieles, que viven de la Iglesia, que viven de Dios y “como Dios” pero aman más al dólar que al prójimo, y se echan en los brazos de cualquiera, y se alían con Herodes, -si hace falta- con tal de no perder los privilegios y o el último gran contrato.

Un proceder así, como el de Bergoglio, no pudo ser soportado por estos, que comenzaron a nombrarlo antipapa, protestante, blasfemo, anticatólico y otras lindezas sólo reservadas a los peores enemigos, o a los mejores jugadores de la Historia. De hecho, en la católica España, se elevaron plegarias para acelerar su retirada, para que sufriera una lesión grave, para acelerar su muerte.

Aquellas plegarias parece que han sido escuchadas en el día indicado; el día de Pascua. El día de los días para demostrar a todos que hay ciertas casualidades que sólo pueden ser causales, que el misterio de la vida es luminoso y que la muerte puede serlo aún más.

El Papa Francisco, en definitiva, ha mostrado durante su pontificado que la fe puede ser un gran espectáculo, con sus reglas, sus normas, su método; que no es otro que el de la humanidad. Porque Francisco, sobre todas las cosas, ha demostrado su humanidad y que el cristianismo, lejos de ser una costumbre muerta, es un abrazo a cada ser, empezando por quien más lo necesita y empezando, exactamente, como indica el evangelio.

Francisco, Jorge Mario, el 10, ha cambiado la deriva, el punto de vista, la perspectiva del juego para mostrar, como Pedro, que no hay anuncio verdadero de la fe, sin el método humano de conocimiento: que es de corazón a corazón, de persona a persona, de abrazo en abrazo y, quien quiera, puede seguir absorbiendo el infumable olor del clericalismo eclesial. No en vano, el último gol de Francisco ha sido contra el pestilente pecado de simonía, porque el gozo de ser hijo, no se compra con dinero.

Así fue, así es y así será; desde las afueras de Jerusalén, desde las periferias de la Iglesia, desde los arrabales bonaerenses hasta los parias, los inservibles, los abandonados, los ultrajados por la propia iglesia, las verdaderas víctimas, los silenciados por la lógica del poder, por las familias cortesanas, por los apellidos de siempre, por los autoproclamados apologetas de la Iglesia, por los que salen siempre en los cromos o a leer en misa, que ven, atónitos, que su formalismo, su pureza y su buena voluntad mueren de abulia en las tribunas vacías  y en el césped arrasado de los viejos templos de Europa.

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