No es una novedad literaria, tampoco hace falta que lo sea. El mundo no es nuevo cada día, aunque los periódicos o la red insistan en que lo sea. Si a usted, lector, le interesa el mundo de Arroyo Stephens, en el caso de que no lo conozca, lo tiene fácil. Basta entrar en Iberlibro y pedir a alguna librería de viejo, que le envíen este Pisando ceniza, o el libelo Contra los franceses (que el autor proponía que fuera leído como un sarcasmo sobre el complejo atávico de los españoles). Y entre en el mundo de Arroyo Stephens, ese mundo tan propio, tan suyo. Me lo va a agradecer. No necesita decirlo públicamente porque tendría que explicar algunas cosas. Arroyo Stephens ha pasado al otro mundo. Tengo noticia por la editorial que fundó, Turner, y por Ignacio Ruiz Quintano, de quien fue editor, como de tantos otros.
La editorial Turner
Dice Roberto Calasso en Cien cartas a un desconocido, que al editor se le debe pedir un mínimo irrenunciable, «que encuentre placer en los libros que publica» Los libros que nos han dado «cierto placer, forman en nuestra mente una criatura compleja cuyas articulaciones se encuentran ligadas por una invencible afinidad» Esa criatura es el modelo para una editorial. Eso, exactamente eso, fue Turner desde la fundación por Arroyo Stephens, y gracias a sus sucesores, continúa siéndolo hoy. Y el mundo propio de Manuel Arroyo Stephens se despliega, en parte, en este Pisando ceniza,
Arroyo Stephens nos abre en Pisando ceniza una intimidad profunda, tierna y a la vez descarnada. Hay en él cuatro estancias o regiones: el mundo de los bibliófilos, el universo del toreo, el pueblo del norte de Burgos donde pasó parte de la infancia y juventud, y su madre. Pueblan esas habitaciones de la memoria seres que han muerto, a los que autor da vida, para fijarlos en el tiempo y retenerlos. «Los muertos hablan más claro», dice el autor en el capítulo titulado Palangana, en el que asiste al funeral de Borriquita, ceremonia que le lleva a evocar la historia personal y la amistad de unos hombres de pueblo cargados de perplejidades y decepciones.
Los toros y Bergamín
Pisando ceniza se abre a porta gayola, con un capítulo en el que evoca sus tiempos como librero de viejo. Un mundo aparte, como lo son todos los mundos en los que la pasión es ley. Coleccionistas con más fortuna que talento, enriquecidos en la tormenta de la guerra civil, que compran a eruditos libreros de viejo que viven en un mundo de silencios y amargura por las consecuencias de la guerra. Traficantes de libros que meten billetes de mil en el bolsillo de los policías que tienen que autorizar una importación. Arroyo Stephens evoca esos recuerdos y esos personajes con una peculiar ternura pero también con una sensibilidad especial para lo grotesco.
La editorial Turner fue su obra maestra. Y los libros que editó son cada uno de los capítulos de esa criatura que fue una extensión de su yo. Entre ellos debemos destacar La música callada del toreo, de José Bergamín, cumbre de la literatura sobre la tauromaquia. En Pisando ceniza se recuerdan esas peregrinaciones para asistir a las corridas de Rafael de Paula, que inspiró el texto de Bergamín, y los años últimos del autor. El retrato que Arroyo Stephens hace de Bergamín tiene la cercanía de una amistad de largo recorrido, y la aceptación cordial de todas sus enormes contradicciones, entre las que habitaba la genialidad del poeta. El libro termina con capítulos dedicados a la memoria de su madre y de su hermano pequeño, muerto de forma accidental y prematura. En su madre Stephens reconoce al ser al que más añora, en el que se ve como un reflejo.
De Arroyo Stephens se recuerda que fue quien introdujo en España a Chavela Vargas. Pero eso es un detalle más que demuestra que fue, sobre todo, un hombre capaz de construir su propio mundo, de sostenerlo, y de habitar en él.