Cómo escuchar. Sabiduría clásica en tiempos de dispersión. Edición de Daniel Tubau. Editorial Rosamerón
Plutarco, si, el de las Vidas paralelas, nos enseña a escuchar. En un mundo en el que pocos dominan el arte de atender a los demás. La comunicación tiene como primera y esencial regla la de escuchar. Pero estamos en un tiempo de ruido constante, y de adoración perpetua de las pantallas, con sus monólogo y su comunicación sorda. El ser humano ha cambiado poco desde Plutarco, incluso desde sus antepasados, los griegos. Ha variado la tecnología, pero seguimos siendo los mismos: seres sociales, animales políticos, hechos para vivir en sociedad. El ensayo que hoy comentamos es un breve tratado, competado por un estudio muy pertinente de Daniel Tubau. Un libro imprescindible para todo el que se dedique a comunicar, es decir, para todos.
Recuerda Tubau en el ensayo que completa el breve texto de Plutarco que en las escuelas de filosofía clásica, se enseñaba a los jóvenes dos virtudes: la escucha y el silencio. Dos vías de aprendizaje sin las que no podían aspiar a tomar la palabra. Antes de hablar, el joven filósofo debía callar y estar atento a la palabra de los maestros. Exquisito en su texto y sus consejos, Plutarco hace en el capítulo cuarto de su libro una alabanza del silencio: «el que está acostumbrado a ecuchar contenida y respetuiosamente recdibe y guarda las palabras benéficas, pero las inútiles o las falsas las distingue y reconoce con facilidad, dejando claro que es amigo de la verdad, pero no aficionado a las dispusetas ni apresurado ni peleón».
Conoce bien el clásico los obstáculos para una escucha limpia. El primero de ellos es la envidia. Hoy diríamos por englobar las dificultades del que atiende, que es el ego el que reune todos los defectos del que aspira a ser sabio. Envidia, maledicencia, mala intención, no hacen bien «para ninguna tarea». Aconseja Plutarco aprovechar los aciertos y los errores del orador en su discurso, y ambos en igual medida. Oponerse a los argumentos es fácil, reconoce, pero «oponerle otro mejor es sumamente costoso». Ya señala el clásico que la exigencia de toda disputa es que el oponente mejore el discurso. Evitar excesos es otra de las enseñanzas de este libro que transita por la retórica y la ética, así como una escucha respetuosa y seguida siempre de un examen de lo que se ha aprendido.
El placer y la belleza nunca deben ser el objetivo de un discurso, sino su utilidad. El mejor orador es aquel que consigue con la palabra lo que se propone, nunca el que habla con más adorno. A continuación aconseja Plutarco no utilizar las preguntas al orador como un modo de exhibir un lucimiento propio. Una disertación filosófica, dirá más adelante, nunca debe ser un espectáculo. El arte del discurso, añade, requiere perseverancia.
Dedicarle un libro al arte de escuchar nos parece hoy una genialidad, un giro inteligente en aquel tiempo en el que los clásicos como Platón y Aristóteles, también Cicerón, se dedicaron a formar oradores, a establecer las reglas de la retórica y la oratoria, incluso de pensamiento dialógico. Las escuelas filosóficas enseñaban a convencer con la palabra, mientras Plutarco se dedicaba al arte de aprender, incluso al arte de persuadir gracias a la escucha atenta, pausada. Una escucha que permite suspender el juicio, y captar mucho más de lo que nos enseña la vista, ese sentido tan engañoso.