El príncipe de Palagonia. Monstruos, sueños, prodigios en la metamorfosis de un personaje. Giovanni Macchia. Traducción de José Ramón Monreal. Fotografías de Enzo Sellerio. Elba Editorial
Francesco II Gravina, príncipe de Palagonia, es uno de esos personajes enigmáticos del barroco siciliano, uno de esos aristócratas crepusculares de la clase social retratada en Il Gattopardo, que ha pasado a la historia como caso sin resolver por la villa de Bagheria, cerca de Nápoles. Es la llamada villa de los monstruos, una rebelión contra el orden, la geometría y la belleza clásica. Una parodia del barroco. Desdeñada por muchos, la villa se convirtió en una parada para los muchos viajeros que hacían el viaje a Italia. Descifrar el enigma de sus criaturas monstruosas formaba parte de un desafío. Asomarse al abismo de sus criaturas demostraba que otro mundo era posible, y que la atracción de la fealdad puede ser tanto o más magnética de la belleza convencional.
El volumen de Macchia indaga en el personaje. ¿Quién fue, quién era el esquivo creador de esta villa? Y termina con un diálogo imaginario entre el príncipe y un patricio veneziano, miembro ilustre de la clase alta mercantil de una ciudad que está en las antípodas del estilo siciliano. Quizá el viajero del siglo XVIII necesitaba un rostro distinto, diferente, de Italia, una faz alejada del orden clásico. El texto lo sugiere en su preámbulo, después de recordar que la villa del Príncipe de Palagonia fue primero un pretexto para la risa y la burla, para convertirse en un lugar de culto. Macchia se centra en el personaje y busca las razones que le llevaron a imaginar primero y crear después un lugar de escándalo. La timidez del Príncipe, su reserva en la vida privada, contrastaban con la exhibición de lo deforme, a veces terrorífico. ¿Quién se esconde tras la máscara? ¿Se trata de un revolucionario del gusto, o de un burlón? ¿Es quizá un vengador? Y para desvelar el enigma, Macchia intenta caminos diversos, algunos directos, otros oblícuos.
Lo primero que hace Macchia para situar al personaje es colocarse en la tierra siciliana del fuego, en las laderas el Etna, una experiencia dramática al cráter del un volcán capaz de reducir a cenizas las construcciones del mundo griego. Teatro de un «drama eterno, de un peligro, de un desastre inminente que la misericordia divina nos mantiene oculto pero nos amenaza». Houel, uno de los viajeros que pasará por la villa del Príncipe de Palagonia, contempla los efectos del volcán, «aparentemente destructivos, pero en el fondo benéficos». El horror se ve superado por la admiración del trabajo de la naturaleza. En ese contexto de fertilidad telúrica, sobre ese fondo de fuego, Macchia comienza a dibujar el perfil del Príncipe.
Y en primera instancia se sirve de Goethe. Porque Goethe es el resaponsable de haber convertido a Palagonia en un personaje de novela. Goethe primero, Brydone después. NInguno de los viajeros reveló quién era el Príncipe, ninguno ofrece un retrato sólido y seguro, tan solo noticias de alguna rareza. La villa sirve en el siglo XIX como escenario para alguna novela, como telón de fondo para alguna leyenda. Y de forma permanente, los monstruos que adornan la arquitectura, aparecen como la certeza de que la verdad está más allá de la naturaleza y muy lejos del orden de Palladio. ¿Locura, burla, ultraje? ¿Era el Príncipe un psicópata, un imbécil, un degenerado o un original esquizofrénico?
El texto avanza, y después de repasar las diferentes visiones sobre un personaje que se escapa, un carácter inaprensible y esquivo, que es una de las notas características del alma siciliana, tan influenciada por la cultura árabe, Macchia sopla su barro y recrea a su manera al personaje. Y aquí llega la parte más interesante del libro. El autor da vida al personaje, y construye sobre los pocos retazos de su huella histórica su forma de pensar la estética, la sociedad, el ciclo de la vida: «los monstruos no deben ser eliminados, el miedo no debe ser erradicado del mundo. Por dos razones: porque el miedo es fuente de extraño goce, y porque es un sentimineto necesario a la ley moral, política y religiosa»
Y al tiempo, tiende al veneciano explicaciones sabias sobre sus costumbres: «las revoluciones que estallan periodicamente en la vida de un pueblo, aunque se justifiquen por mil razones, son grandes carnavaladas, en cuya maduración las ideas cuenta poco» Y añade que si despareciese el carnaval no podríamos sentirnos seguros porque una ola de violencia mancharía nuestras calles. Palagonia reprocha al veneciano que maneje una idea de la realidad estrecha y obtusa: «vosotros los venecianos habláis de fantasía, la ensalzáis en los colores, en las formas, pero no pasáis de ser unos palladianos, unos adoradores del orden, de las blancas columnas que cantan reflejadas en el agua su armonía». Palagonia piensa de otro modo: «la realidad contiene tales dosis de imaginación que causa pavor». Palagonia llegó donde no se atrevió el barroco.