Si Israel se gloría de ser el Pueblo elegido por Dios y de haber reflexionado sobre su larga Historia desde que eran pastores semitas en la Cuenca fértil del Tigris, el Eufrates hasta el Mediterráneo y más allá, bastaría leer las vetustas páginas de los profetas para dejar de bombardear Gaza y hacer setenta veces setenta una penitencia desértica por sus pecados persistentes y por su equívoca interpretación del mesianismo, trastocándolo de davídico Mesías Ungido a bárbara ocupación de las fronteras de la Tierra prometida.
Por desgracia y por lo visto en los trágicos acontecimientos a los que asistimos con perplejidad, arcadas, desconcierto e ignorancia sobre un conflicto casi centenario, Netanyahu ha vuelto a demostrar que Jerusalén mata a sus profetas, arranca algunas páginas del libro sagrado, o censura abiertamente la espera de un Ungido para caer en la idolatría de la violencia y de la tierra.
Una mínima educación bíblica, sosegada, y que se le presupone a cualquier niño judío como debió ser el Primer Ministro Netanyahu, nos muestra una progresiva pedagogía de la ternura de Dios, desde Amós hasta Malaquías; de hecho, las últimas palabras de éste anuncian la vuelta de un nuevo Elías que reconciliará a “los padres con los hijos y a los hijos con los padres…”. Pero para el lector no iniciado, nos centraremos en unas breves líneas que atraviesan a Isaías, al israelita piadoso y al cristiano que ve en Jesús al esperado por cada página del profético poeta; poeta que, sin duda debe haber sido arrancado de las conciencias de cualquier sionista porque contradicen su violenta reacción del “ojo por ojo y diente por diente”.
Si abrimos al azar Isaías 2,5 encontraremos –insisto–al azar…:
“Venid, subamos al monte de Yahvé(…) para que él nos enseñe sus caminos y nosotros sigamos sus senderos. Pues de Sión saldrá la ley, de Jerusalén la palabra de Yahvé. Juzgará entre las gentes, será árbitro de pueblos numerosos. Forjarán de sus espadas azadones, y de sus lanzas podaderas. No levantará la espada nación contra nación ni se ejercitarán para la guerra…”.
Silencio…; y del protoIsaías al tercero, Netanyahu debe haber arrancado más páginas para barrer a Palestina como un Senaquerib en el 701 antes de Cristo; entre esas páginas, seguramente estén las del misterioso cántico del Siervo en Isaías 42,1-4, claramente mesiánico, pues los judíos esperaban a un mesías…:
“Este es mi siervo a quien yo sostengo, mi elegido en quien me complazco. He puesto mi espíritu sobre él para que dicte el derecho a las naciones. No vociferará ni alzará el tono, y no hará oír por las calles su voz. No partirá la caña quebrada, ni apagará la mecha mortecina…”
Más silencio pacífico, ¿no creen? Pues en Isaías 58,6-8 hay más de esa evidencia que cualquiera puede entender, cuando Yahvé dice por la boca del profeta:
“Este es el ayuno que yo deseo: romper las cadenas injustas, soltar las coyundas del yugo, dejar libres a los maltratados(…), compartir tu pan con el hambriento, acoger en tu hogar a los sin techo, vestir a los que veas desnudos y no abandonar a tus semejantes…”
Palabras que ya nos suenan más en Occidente por la insistencia parabólica del profeta crucificado sobre el trato que esperamos cada uno de los mortales por parte de paganos, samaritanos, prosélitos o conversos al Príncipe de la Paz, Jesús de Nazaret, de davídica estirpe y que nosotros, en el Occidente o en el Oriente cristiano, atribuimos al Siervo que Isaías 53,4 describe como quien:
“…cargó con nuestros males y soportó nuestras dolencias; nosotros le tuvimos por azotado, herido por Dios y humillado. Más fue herido por nuestras faltas, molido por nuestras culpas… soportó el castigo que nos regenera y fuimos curados con sus heridas. Todos estábamos como ovejas, cada uno marchaba por su camino y Yahvé descargó sobre él la culpa de todos nosotros. Fue oprimido y humillado, pero él no abrió boca. Como cordero llevado al degüello, como oveja que va a ser esquilada, permaneció mudo, sin abrir la boca…”.
Y sin abrir la boca, como en los campos de gas, los sionistas ahora callan y hacen callar las bocas del mundo cristiano con dólares y relaciones empresariales que, ante Dios, son una idolatría y un crimen nefando, un genocidio, una matanza, un arrasamiento paulatino de hermanos, tan semitas (hijos de Sem) como los milenarios hijos de Abrahám.
Palestina se ha vuelto, toda ella, el paisaje de un cuerpo ajusticiado, la piel abierta de una gran herida, la espalda rasgada por un exceso de latigazos, el ruido inane de un quebrantamiento de huesos y de una crucifixión a martillazos en el nuevo Gólgota del siglo XXI, que ya se ha acostumbrado al asesinato de profetas, mesías y hermanos armenios, yemeníes, nigerianos, afganos, iraquíes, libios, ucranianos, norcoreanos, iraníes, egipcios, sudamericanos… y los espaldas mojadas de camino a los muros de las nuevas Babilonias y todos aquellos que tienen la desgracia de encontrarse sobre intereses estratégico–monetarios del César y sus aliados. La sangre clama al cielo como en el viejo siglo del que nos dijeron que aprendiéramos para no repetir los errores, pero nadie aprende en barbaries ajenas. Hiede nuestra (in)consciencia enmudecida. Y apesta nuestra frívola connivencia con el mal. “Quien a hierro mata, a hierro muere” dijo el Cristo a un Pedro armado, mientras curaba la oreja del soldado que lo iba a prender. Se llamaba Malco… que Dios nos perdone.