Se cumplen quinientos años de la muerte de uno de los mayores genios de la pintura. La primera gran muestra sobre Rafael se abrirá en el palacio del Quirinal, en Roma, con varias obras prestadas por la galería florentina de los Uffizi. Del 5 de marzo al 14 de junio. Entre ellas está el autorretrato pintado entre 1504-1506, cuando contaba veinte años. También la Madona del jilguero y el retrato de La Fornarina (1518), que fue su modelo y amante, retratada con una refinada sensualidad. Su vida breve fue una demostración de genio y fogosidad incontenibles.
Le llega el turno a Rafael, Rafael Sanzio, Rafael de Urbino, el genio de la pintura en el alto Renacimiento. Tuvo una vida breve, muy corta, pero no tanto como para impedirle desarrollar un talento artístico que cinco siglos después se considera aún insuperable. Nació en Urbino. Murió en Roma. Nació y murió el mismo día. El de su muerte fue el Viernes Santo de 1520. Roma lloró a su mejor pintor, el más refinado, el más sensual. ¿Los motivos de una muerte tan temprana? La leyenda dice que se le fue la vitalidad en la cama, retozando en sesiones interminables de sexo junto a su amante, la célebre Fornarina, entre muchas otras. De su último combate sexual regresó a casa con fiebre alta. Otros lo achacan quizá a la malaria, o a una intoxicación por el plomo que contenían las pinturas. El caso es que Rafael no encontró ningún médico a la altura de sus males y murió.
El final del Renacimiento
El embajador de Isabella d’Este en Roma escribió sobre el “enorme y universal abatimiento que golpeó a la humanidad por la pérdida de la esperanza de las cosas grandísimas que de él se esperaban” Muerte tan temprana hizo agrandar la leyenda con hechos sobrenaturales. Lo cuenta Antonio Forcellino en la biografía que publicó en España Alianza: Rafael. Una vida feliz. Dice Forcellino que en los palacios vaticanos se abrió una grieta como respuesta a la muerte, y que esa quiebra obligó al Papa a dejar sus aposentos por unos días. Como quiera que sea, la muerte de Rafael marca un punto de decadencia para el Renacimiento y también para Roma. Las tropas del emperador Carlos V, los luteranos lansquenetes, no tardarían en asaltar la ciudad en el famoso Saco de Roma de 1527.
Rafael llegó a Roma desde Florencia. Estamos en 1508. Venía cargado con la fama de un trabajo deslumbrante en Urbino y en la Umbria. No solo se le consideraba un gran pintor, sino un hombre seductor, amable en la intriga, de persuasión encantadora. A Roma llega llamado por el papa Julio II, que no veía la hora de sacudirse el polvo y el mal ambiente durante el papado del español Alejandro VI, aquel que organizaba corridas de toros de lidia en la plaza, frente a la basílica. El Papa le encargó que participase, junto con oros pintores, en la decoración de su biblioteca. Cuando vio sus capacidades, ya no quiso tratar con ningún otro pintor: echó al resto para confiar todo el trabajo al de Urbino.
Un hombre ocupado
En Roma, Rafael abre un taller con más de 50 trabajadores, una máquina de asumir encargos, para un pintor que dirigía su factoría con mentalidad de jefe: las ideas partían de una sola cabeza, y la ejecución se encargaba a pintores que estaban muy por encima de la condición de aprendices, como Giulio Romano o Giovanni Francesco Penni. El genio de Urbino decía pocas veces que no. Su mente funcionaba con instrucciones precisas a sus subordinados sobre la forma en la que tenían que terminar los trabajos. La actividad de su taller era frenética. En Roma se decía aquello de que “si quieres ver algo terminado con rapidez, encárgaselo a un hombre ocupado”. Para el papa pinto en el Vaticano cuatro estancias enormes, decoradas con complejidad y con emoción. Julio II veía en la destreza artística de Rafael una oportunidad de victoria moral, de humillación para su antecesor. Uno de los cuadros más notables de Rafael, de ejecución inquietante, es precisamente el que pinto a Julio II y que se exhibe en la National Gallery de Londres. El pontífice luce una larga barba consecuencia del juramento de no afeitarse hasta que las tropas del papado expulsaran de Italia al invasor francés. El cuadro es una viva contradicción: un Papa apacible del que todos conocían su afición por la guerra.
Vino después León X, que no tocó ja jerarquía de los artistas, y Rafael siguió trabajando, en especial para la familia Chigi, para la que pintó la Logia de Psiche de la Villa Farnesina, cerca del Trastevere romano. Dice la leyenda que en esa mansión se celebraban comidas con vajilla de oro, y al terminar se arrojaban los platos al río. Una red desplegaba en las aguas del Tíber lo recogía todo para evitar el saqueo. En esas estancias, y esto ya no es leyenda, Rafael pidió que instalaran una cama, para no perder mucho tiempo y poder atender sus pulsiones sexuales. Era enamoradizo, y su gusto por las mujeres era casi universal. En esas batallas le acompañaba su amigo Giulio Romano, el de los Sonetos lujuriosos. Sus restos, los de Rafael, fueron enterrados en el Panteón de Agripa, en el centro de Roma. La lápida de su tumba dice así. “esta es la tumba de Rafael, en cuya vida la Madre Naturaleza temió ser vencida por él y a cuya muerte ella también murió”. Es probable que de no haber muerto a una tan temprana edad, el arte occidental se habría ahorrado unas cuantas décadas de evolución.