En contra de quien piensa mal –pesimamente mal- que la inocencia, una vez perdida no puede recuperarse, debe volver cuanto antes al lugar donde la distrajo. Ahí estará esperando; nadie se la ha robado porque nadie quiere algo tan íntimo de otro. Es así de simple, así de cierto en un mundo que, con dificultad, y entornando mucho los ojos, consigue ver un poco de las cosas más esenciales.
Si hemos partido de la premisa de la pérdida es sólo por recoger a todas las almas perdidas dentro de este artículo para juntarlas con aquellas que nunca han perdido su virtud original, que las hay. Las sentaremos en la misma clase, unas al lado de las otras y, como por ensalmo mimético, o porque “el roce hace el cariño”, los inocentes tirarán de los desgraciados. Es pura lógica; porque no hay nada más fácil que aprender sin saber que se está aprendiendo, y nada más inocente, didáctico y atento que el juego de aprender en los niños.
Propongamos un ejemplo de esos que se llama de “cajón de madera de pino de Valsaín” para descubrir la sutil forma de aprender, y la también sutil perversión de convertir a un ser humano, llamado a la plenitud, en un frustrado instrumento del deber kantiano.
El niño, inocente como sólo puede serlo entre los seis y los doce años; ese niño que aún no diferencia bien las medidas de tiempo, ni las prisas adultas, ni los sacrificios inherentes al triste procedimiento adulto; ese cría, esa crío humano que no han sido perturbados con demasiados deberes, cachivaches tecnológicos ni tragedias -que ya es mucho pedir-, comprenderá más del mundo a través del amor que a través de mil discursos, dialécticas o acotaciones, como esos hirientes “ya te lo dije…” de voluntaristas y brujos de las postreras redundancias ideológicas.
El lector se incomodará con esta afirmación. Por eso la hago: para que se incomode. Porque no hay máquina más destructiva de inocencias que la riña o el discurso destemplado, caído de lo alto como una colleja a destiempo, o un abuso de autoridad que contradice la dinámica amorosa del conocimiento y la convivencia.
Piénsenlo, como siempre. Decirle a un niño que “debe amar” es como pedírselo a usted. No hay diferencia alguna. Piénsense teniendo que amar como un peso, “por…”(rellene la línea de puntos). ¿Es eso amor? ¿Comprenden el horror educativo basado en el deber? ¿Comprenden cómo construimos las casas por el tejado? ¿Comprenden ya dónde han distraído su inocencia; dónde han empezado a pervertirse, dónde se han quedado perdidos en un activismo contra natura, barnizado de suspiros estoicos?
Por eso, si hay algo necesario en este momento, es recomenzar el camino; hacer memoria, mirar atrás. Quizá vea un bulto sospechoso, embarrado y pisoteado; quizá sea su inocencia. Mire a ver…
Sería incontable la cifra de hombres que se han perdido por ese árido camino. Además, deben estar escondidos, lamiéndose las heridas del trastorno que supone cambiar el aprendizaje amoroso por el “deber y el honor ante todo”, que suele traducirse en sujetos apáticos, asociales, competitivos, capaces de matar o de señalar un chivo expiatorio para calmar a fariseos, saduceos, escribas y otros personajes entrañables de la Historia.
En este “deber ante todo” que posterga al amor, o que directamente lo obvia, se halla el origen de muchas amarguras, frustraciones e interpretaciones de honradez, que no son otra cosa que apariencia en el gran escenario del mundo. Y quien no comienza desde el amor siendo amor, y no dando un discurso sobre él, es mejor que no tenga hijos ni amigos, que no enseñe nada. Que no hable nada. Porque no ha comprendido la dinámica amorosa del saber y del convivir en paz.
A la hora de ver; a la hora de demostrar quién ama y quién interpreta un papel, el inocente niño o el inocente adulto, lo tienen claro. Sin duda, prefieren los hechos a las palabras. Sin duda, aprenden más de sus padres cuando callan, que cuando sueltan la filípica enfurecida. Sin duda aprenden más de nosotros cuando estamos desprevenidos, que cuando queremos demostrar nuestras dotes. Y, sin duda, el inocente que ama incluso cuando es tratado injustamente, es más sencillo a la hora de perdonar las podredumbres y las injusticias inherentes a lo humano.
Sólo después de los hechos que revelan la experiencia amorosa, se puede comprender que, quizá, valga la ‘pena’, la ascesis, el sacrificio de dar la propia vida por los otros. Y sólo con un amor capaz de sacrificar el propio orgullo, la propia opinión, las propias razones malentendidas, las erratas copiadas de la educación de padres, maestros, políticos y líderes de opinión, se pueda convivir en paz, y de una vez, en este país que ha hecho de la confrontación verbal un negocio diabólico, que puede llevarnos a las manos.
¿Cuántos tiranos han hundido a su país con palabras bienintencionadas, anteponiendo el deber de raza, el de tradición, el de lealtades, el de intereses maquillados bajo la forma de ‘bien común’ para sí mismos? ¿Cuántos enfrentamientos diarios parten de esa orgullosa incapacidad de bajar el tono, de saber descifrar si el pensamiento es libre o es inoculado?
Cuántas vidas perdidas por las ideas abstractas, importadas del extrarradio. Por el exceso de ego. Por el exceso de fuerza. Por la ausencia absoluta del inocente amor. Nadie dice que amar sea sencillo. Pero es mucho peor vivir sin amor, trabajar sin amor, gobernar sin amor, convivir sin amor. Morir sin haber experimentado nunca la ligera brisa de un gran amor que dé sentido a la vida y le devuelva la inocencia vendida a predicadores de sí mismos.