Seibé y las calabazas. Naoya Shiga. Traducción de Makiko Sese y Daniel Villa. Hermida editores.
Un estilo claro, conciso. Naoya Shiga es para los japoneses el gran maestro del relato, el «dios de la narración». Uno de los autores más populares de su país, uno de los más leídos entre los clásicos. Nació en una familia de tradición samurai. Vino al mundo en 1883 y murió en 1971. Shiga fue educado por el cristiano Uchimura Kanzō, pero la religión dejó poca huella en su formación. En sus años de universidad se especializó en literatura inglesa. Fundó la revista literaria Shirakaba (El abedul blanco), que dio vida a un movimiento individualista y cercano al humanismo de Tolstoi. Sus obras completas ocupan nueve volúmenes. De esa obra colosal, llega ahora a España gracias a Hermida editores una pequeña muestra: Seibé y las calabazas. Es una selección de sus mejores cuentos. En Shiga la prosa está depurada al máximo. Busca contar lo máximo de la experiencia humana con el mínimo de palabras. Algunos de sus cuentos son deslumbrantes y dejan un recuerdo indeleble.
Entrega y tensión psicológica
Es Seibé y las calabazas, Shiga nos cuenta la historia de un niño que se entrega a su pasión. En el comienzo está condensada toda la historia. Un primer párrafo nos advierte que el vínculo entre Seibé y las calabazas se rompió. Y añade que Seibé pronto encontró otra pasión a la que entregarse de forma completa: el dibujo. A partir de ese punto Shiga despliega el cómo de la historia en frases cortas, diálogos concisos, pequeñas imágenes de las calabazas, o de objetos que se parecen a ellas pero que no lo son.
Seibé ve calabazas por todas partes. Las ama, las cuida, las atesora, y sabe apreciar la belleza singular de un ejemplar, sin pensar o imaginar su valor en el mercado. Es la intensidad de la entrega lo que interesa a Shiga, la tensión psicológica, el conflicto con el exterior, con la familia. En este caso con el padre de Seibé que no entiende que el niño se entregue a ejercicios inútiles. La prosa de Shiga tiene la apariencia de una sutil simplicidad. Ha sido desnudada de todo lo accesorio. Lo paradójico es que ese vaciamiento es una forma de abarcar la totalidad de la experiencia humana.
Los personajes de Shiga
En El dios del aprendiz es Senkichi, un joven que trabaja como mozo en una tienda de balanzas el que recibe la iluminación de un deseo. «Los rayos del sol otoñal, suaves y claros, atravesaban con suavidad la entrada de la tienda bajo una desteñida cortina de índigo». Así se ilumina el alma de Senkichi cuando escucha hablar de un restaurante donde se come un buen sushi. Ese deseo crece y domina el interior de Senkichi. No tiene dinero. Pero llega a entrar en un local de sushi, toca una pieza de atún pero la tiene que dejar porque no la puede pagar. Esa tensión tendrá su desenlace cuando aparece el «dios» del aprendiz. Y el deseo se transforma en el alma del joven en algo diferente.
El vacío y el silencio, son en naoya Shiga dos herramientas del arte literario
Así son los personajes de Shiga. Están dominados por fuerzas interiores, por el deseo de perfección del barbero en La navaja, o por el impulso de purificación que lleva a cometer un asesinato en El crimen de Han. No importa el desenlace. Sabemos desde el primer párrafo que Han, un lanzador de cuchillos de circo, ha cometido un error, o no, y ha cortado el cuello de su mujer durante la función. La mano lanzó el cuchillo que cercenó la carótida. La mujer murió en el acto. Y a partir de ese suceso, Shiga se dedica a iluminar el fondo oscuro del alma de Han.
La edición de Seibé y las calabazas
Makiko Sese y Daniel Villa firman una traducción excelente. Mantienen esa música mínima, esa prosa hipnótica que exige una concentración máxima y una lectura lenta. Sese añade un epílogo en el que recorre los barrios de Tokio donde se desarrollan los cuentos, la mayor parte escritos en los años 20 y 30 del siglo pasado. La edición, con notas que sitúan nombres y fechas en el contexto de la historia japonesa, es minuciosa. Cuando cierres el libro estarás ya esperando una nueva obra de Shiga, para seguir perplejo ante el arte sublime de este japonés que encierra la totalidad inconmensurable del alma humana con apenas unas frases. El vacío y el silencio, son en Shiga dos herramientas del arte literario.
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