Sombras, dudas y guerras

“Acercóse uno de los escribas que les había oído y, viendo que les había respondido muy bien, le preguntó: ¿Cuál es el primero de todos los mandamientos? Jesús contestó: El primero es: Escucha, Israel: El Señor, nuestro Dios es el único Señor, y amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma, con toda tu mente y todas tus fuerzas. EL segundo es: Amarás a tu prójimo como a ti mismo. No existe otro mandamiento mayor que estos…”–Mc 12,28-32–

Por las cancelas, por los umbrales, por las puertas. Por los dinteles, las parras y los patios. Por las plazas, las callejas, por los antros. Por los viejos cuartos de cabales que afinan el instrumento para la voz, pasa una inesperada sombra; una sombra amarga que enluta las horas y emponzoña el alma. Los nudillos suenan sordos, las gargantas se resecan, las guitarras exhalan rumores de pobreza humana, de injusticia eterna, de empoderamiento maligno, de vino amargo y penurias para el pueblo.

Por las cerraduras, las gateras, las cocinas; por las sillas, por las mesas, por sus patas que se estiran y se enroscan a la vera de las ventanas que encuadran la tarde roja, y a medida que se acuesta el sol sobre la raya donde las estrellas muertas renacen a los ojos abiertos. Por ahí, por encima de las camas, por los armarios, por las colchas y visillos de antiguos ajuares, por los trajes de antaño, por los velos de boda, por los retratos de ancestros magnánimos; por la rosa encerrada en un libro dedicado, por las hojas del limonero, por las ramas del ciprés, por los nidos vacíos de crías, por todas la gañanías se estira una sombra muda que interroga al mundo para encerrarlo y envenenarlo en un sofisma, con una sentencia que deja al hombre colgado de la duda, en un extraño caso de ahorcamiento en un ser llamado a la verdad.

La sombra ha empalidecido las hiedras, los girasoles caen podridos, las verjas rechinan oxidadas, los animales se turban en las cuadras, los ancianos se recogen en su hogar; pues saben por longevos que esta atmósfera es dañina y que el viento levantisco enloquece a quien lo coge en los caminos en la mala hora de la violencia, cuando al hombre se le confunde con su tierra y con su dinero.

Alguien, no sabemos quién, ha abandonado los cortijos desvencijados en las colinas, con sus caras absortas de soledad entre las líneas movedizas de olivares, desde el interior de nuestra tierra hasta los pinares verdes de la sureña costa. Alguien ha robado el color de su  semblante, el brillo encalado entre las hierbas, la floresta que anunció la primavera, la amapola, el trigo, la viña…; y esa sombra inmensa que pasa, lenta, casi varada como la panza de una gran ballena sobre la tierra ennegrecida; esa sombra que oculta el cielo, que oculta el sol, que oculta el destino de la mirada cuando quiere descansar de su miseria; esa sombra infinita que cubre la razón y la cordura, que las arranca del corazón humano como la cornada abrupta de un fiero toro negro, encelado en la carne, entregado al recorte con dos cirios blancos de altar para un torero de angustias y cuajarones de sangre en el centro del albero universal y en la oscuridad que augura la noche para el resto de los días.

Y así, como en una plaza partida en dos; como en los campos encapotados, como en las tierras quejumbrosas y los pensamientos temerosos, la sombra ha emergido, ha brotado, ha salido de las alcantarillas y ha entrado por las largas calles de las ciudades, enhebrando su deshilachada forma en las torres más altas, transparentes como agujas que antes se divisaban a lo lejos y aparecen ahora clavadas como estacas partidas en el centro del alma de un mundo sin paz.

Y así, como en la umbría, como en el cieno, como en las simas, como en las pútridas aguas, como en el fondo volcánico y durmiente de nuestras pasiones, la sombra de la duda se ha apropiado del aire, del agua, de la comida, de la amistad, de las risas, de las certezas, de las lágrimas del mundo de los vivos y del mundo antiguamente luminoso de los muertos. Porque ni para ellos hay ya descanso, cuando la duda se adueña de las tumbas, borra el nombre de los nichos, ensucia el rostro de las estatuas, apaga los fuegos de homenajes mortuorios, del respeto que se le debe al viajero invisible de nuestro amor, que sigue viviendo a pesar de nuestro olvido, antesala fría de la duda, antesala lúgubre de la tergiversación del mal, a cambio de una frontera convertida en cementerio para nuestro prójimo.

La sombra de la duda se ha adueñado de cada hora, de cada día, de cada siglo. Se ha transformado en barrote, en celda, en obsesión de preso encerrado de por vida. Se ha hecho a nosotros, pobres, como si siempre hubiera estado ahí, callada como una puerta que nunca debió abrirse, como un desván abandonado al polvo y las telarañas sobre viejos objetos que fueron valiosos para alguien alguna vez…

Y esa sombra ha emborronado de tinta renegrida las palabras sabias, las palabras de consuelo, las palabras reconocidas como autoridad; las palabras antiguas reconocidas como canon, las palabras modernas, las palabras que se dijeron o que ahora se escriben –como estas– para decirle a cada ser entelerido, a cada ser absorbido, carcomido por la angustia de la duda, que no está solo con su dolor. Que siempre ha sido acompañado a los cadalsos de la Historia por las víctimas de otras dudas. Por las víctimas de la interpretación irracional. Por las víctimas de tropas que aman más a Sión que a Yavéh. Y que los vivos y los muertos lo cuidan, lo esperan, lo llaman, aunque en apariencia sea la hora nona de la mentira. La hora nona de la muerte. La hora nona del literalismo. La hora errante de Barrabás entre las tumbas de su banda de asesinos.

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