Tablao Torero, el reino del duende flamenco

El Tablao Torero se abre en la calle de la Cruz, a dos pasos de la Puerta del Sol. Esta vieja discoteca ha renacido y en poco tiempo se ha convertido en el lugar de referencia para los amantes de un flamenco puro, intenso, empapado de duende. Llego temprano. En el bar esperan los de la sesión de las seis. Hay americanos, y unos cuantos españoles; negros de la América colombina y un grupo de jóvenes de Valencia. Se pierden por las escaleras hacia el fondo de la cueva, donde se oficia la ceremonia del flamenco. Yo entraré más tarde, en la ronda de las siete y media, y después de conversar con Mónica Tello y Ramiro Figueroa. Bailarina ella, productora de teatro, apasionada de Lorca hasta las trancas; erudito él del flamenco, hombre que siente el cante y el baile, y que busca despojarle de todos esos añadidos que se han pegado como lapas a un arte que requiere concentración, pasión, atención con todo el cuerpo. Se asiste al cante, al baile, al toque de guitarra, en una cueva, con intimidad, sin platos de comida, sin el iryvenir de camareros. El flamenco como una ceremonia. El duende.

El Tablao Torero es un nuevo eslabón en la larga tradición flamenca de Madrid. Meca del flamenco, la ciudad ha sido su gran escaparate. También el punto en el que lo ceremonial se ha mezclado con el mercado para hacer que el arte fuera rentable. Ramiro Figueroa explica en el podcast que el cante y el baile deben tener intimidad, deben reproducir la situación en la que se produce lo flamenco: la conversación familiar de los clanes, la expresión íntima de la vida, con su tragedia, su comedia, la celebración, el despliegue de la pasión. Tablo Torero busca que comparezca el duende. Y lo consigue.

En la cueva, a las siete y media, se apaga la luz y solo se ve la burbuja de luminosidad de algún teléfono móvil. En la oscuridad se mueve el guitarrista, las bailaoras, el bailaor, el dueño del cante. En tablao está a diez centímetros de mi silla. La cámara puede captar cada gesto de la expresión corporal, la evolución del alma de la bailaora mientras taconea y mueve los brazos para espantar los miedos, y deforma su rostro en muecas de poder y pavor, a veces cercanas a las emociones más telúricas del pánico o del éxtasis.

En la cueva, Tablao Torero ha conseguido crear un lugar mágico en el que se produce una ceremonia de una intensidad arrebatadora. Los que asisten al espectáculo salen transformados. Cuesta subir las escaleras y dejar la profundidad de este lugar que un día fuera discoteca de moda en Madrid, frecuentada por actrices, actores, príncipes payos y gitanos, y princesas que llegaron a serlo.

Mónica Tello y Ramiro Figueroa han tenido además el acierto de dedicar unos minutos, los iniciales, a una pedagogía sobre los gitanos y el flamenco. Se cuenta su historia, el origen de la denominación gitanos, su itinerancia por el mundo hasta llegar al lugar del sur de España donde se encontraron con las tradiciones árabe y judía, con las coplas castellanas, con las tonadas, sones, melodías e intensidades de una música antigua. De ese mestizaje donde se cruzaron líneas, formas y espíritus, nace el flamenco. Y el que asiste a esa explicación, en español y en inglés, tiene otra capacidad de entender lo que sucede en la escena, a escaso metro y medio de sus ojos, a unos milímetros de su corazón.

Tablao Torero tiene además vocación de convertirse en un lugar de encuentro del teatro, el baile, la poesía. Un espacio con una triple vida: la de la cueva, flamenca y ritual; la de un pequeño teatro barroco de la trastienda, donde se prepara un espacio de intimidad para el baile y el cante, y la sala del bar, dedicada al teatro y a la poesía, y a la bebida, por supuesto, que es un pretexto para la ebriedad de las artes.

Alfredo Urdaci
Alfredo Urdaci
Nacido en Pamplona en 1959. Estudié Ciencias de la Información en la Universidad de Navarra. Premio fin de Carrera 1983. Estudié Filosofía en la Complutense. He trabajado en Diario 16, Radio Nacional de España y TVE. He publicado algunos libros y me gusta escribir sobre los libros que he leído, la música que he escuchado, las cosas que veo, y los restaurantes que he descubierto. Sin más pretensión que compartir la vida buena.

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