Cinco de la tarde en el aeropuerto de Las Palmas, y sin nada que leer. El agujero negro de la angustia se abre entre los pocos turistas que a esta hora esperan mansos la apertura del embarque para un vuelo a Amsterdam. El covid ha matado también los aeropuertos, que eran lugares acogedores, de perfumados y brillantes dutyfris, burbujas espaciales en los que uno descansa de ser lo mismo y puede pensar en ser lo mismo pero en otro lugar. Las tiendas están casi todas cerradas. En un pequeño rincón una mujer vende chocolatinas, mascarillas y libros. Lo único que me llama la atención es la última novela de Eduardo Mendoza. Digo la última porque él ha dicho que es la última, y por ese fetichismo del objeto la compro. Veinte euros con noventa céntimos. Seix Barral. Transbordo en Moscú, se llama. Título perfecto para empezar a leer en una terminal.
Transbordo en Moscú es la continuación de las aventuras de Rufo Batalla, que ahora transita por el último tercio del siglo XX. En la entrada a la novela, en su pórtico, ya sabemos que Rufo, después de una vida de aventuras y juegos emocionales, se va a casar con una rica heredera. Cae en la tentación de dar una entrevista a dos reporteros. Le servirá sobre todo para constatar cómo ha cambiado la prensa y con qué criterio se rigen las redacciones. Batalla ha dejado embarazada a Carol, que deja a su novio, un paniaguado, para casarse con ese pícaro moderno, golfo, vago y aventurero que es Batalla, hombre algo más que aficionado a la música, que mira el mundo con una cierta distancia y una carga sólida de ironía.
Batalla entra en los terrenos de la vida familiar (“El matrimonio no es una comedia de enredo, pero es mejor si lo parece”) está condenado al fracaso. Pero él camina hacia familia como en un movimiento de inercia. Mendoza cita a Newton en la antesala de la novela, para hablar precisamente de inercia, de dinámica y de fuerzas opuestas. Rufo es un tipo que no está seriamente comprometido con nada, o con casi nada, al que la vida le basta si le da la oportunidad de leer agrades autores como Tolstoi o escuchar buena música. La novela transita por ese final del siglo XX en el que la clase media española, en parte, se transformó en “nuevos ricos”, el tiempo en el que se hundió el socialismo real, los años dela exuberancia del arte contemporáneo, y la Barcelona olímpica y la Sevilla de la Expo.
Y así la narración de Transbordo en Moscú, con su punto disparatado (siempre Eduardo Mendoza) alterna con algunas consideraciones , reflexiones, digresiones, que a veces están en la mente del narrador, otras en el verbo de alguno de sus personajes. Algunas tienen que ver con el arte: “Andy Warhol fue el último artista que habló el lenguaje de su clase. Me refiero a su clase social. Andy era el representante de la clase media y su portavoz en el campo de la expresión plástica. Su imaginario no era el de los intelectuales ni el de los visionarios, sino el de la clase media. Andy era un hombre modesto. Se rodeó de tipos exuberantes, pero él era de una modestia provinciana”.
En la peripecia de Rufo en Transbordo en Moscú, Batalla sigue ejerciendo como agente para el príncipe Tukuulo, cabeza de un reino llamado Livonia que está a punto de desgajarse de la Unión soviética, una secesión que los agentes rusos intentan evitar. En el final del siglo XX hay muchos que quieren ser otra cosa: los agentes rusos quieren ser españoles, la clase media quiere rodearse de colecciones de arte, y la mujer de Rufo, Carol, quiere volver a ser lo que fue: una voluntaria en el miserable Haití. Otros, los jóvenes de la novela, tienen claro que no quieren ser lo que sus padres han reservado para ellos. Y en ese juego se desarrolla una novela de prosa brillante, de narración ligera, pero que con respecto a otras novelas de Mendoza ha perdido fuerza, en el humor y en la ironía.
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