Un cuento para padres asustados con sus hijos

Érase una vez un latido en la más íntima profundidad. Un latido inesperado como respuesta a la afilada intuición de la mujer. Un latido imperceptible dentro de la paz placentera, dentro del refugio nutricio, en el líquido elemento cerrado a cualquier peligro.

Érase una vez una mirada llena de deslumbres, de luminarias confusas y de extraños seres que limpiaban su carne ensangrentada, susurraban candores más cercanos a la voz que a la caricia, y cortaban el hilo invisible que une para siempre a una madre con su criatura.

Érase una vez un pequeño cuerpo recogido de la fuente humana para ser revestido, levantado y abrazado por el mismo amor que sentía en un seno que ahora tiene rostro, manos, alas. Los murmullos lejanos tornaron en palabras dulces como la entonación de la primera nana de una mamá primeriza. Y uno de esos susurros, repetido una y otra vez, se convirtió en el nombre pensado para esa mirada abierta de par en par a las luces ignotas que veía pasar ante ella, sin saber aún nombrarlas.

Después, comenzó a descifrar perfiles, a reconocer tonos correspondientes, a otros seres que se acercaban en silencio con el respeto de quien se arrodilla ante lo más sagrado. Reconoció ojos, bocas, manos, olores, fogonazos de luz brillante en los objetos, que luego se deslizaba en la hora en que el sopor vencía a sus ojos, hasta que hambre y llanto se entrelazaban de nuevo con la necesidad.

Ante la criatura nueva, las voces se atenuaban, los silencios eran manto sobre su indefinido cuerpo creciente, semana tras semana, entre cascabeleantes colores y juguetes inanimados, de su mismo tamaño, que no dejaban de mirarlo como mudos guardianes entre los barrotes de una cuna.

Érase una vez la mullida mano, el cálido abrazo, la tenue oscuridad de la larga siesta; la original horma del ser llamado a la hermosura, a lo hermoso, a lo inefable, al hipnótico más allá de sus manos, al sino sin fin de una vida que ya nadie puede romper, porque lleva en sus entrañas carnales el signo imborrable de lo eterno.

Érase un ser llamado al horizonte, a la pasión, al esplendor de las distancias que imantan el alma; a las chispas innombrables de alegría cuando su boca retiene un trozo de palabra, un trozo de mamá`’, un trozo de ‘papá’ subrayando, señalando con el dedo el universo que nunca llegará a deletrear del todo, aunque aprenda todos los conjuros, las fórmulas o las parábolas que manejan los seres más grandes.

Érase el ser sorprendente, sorprendido, teñido en mil tonos distintos de gozo, en cuyas manos lleva tatuados los caminos y veredas que atravesará solo mucho más tarde. Un ser sin angustias temporales, semejante a un pajarillo sin plumaje en la enramada de saliva, hojas y cielo. Un ser sin compases, sin órdenes ni ideas; virgen de conocimiento, abandonado a la más pura confianza, al apego innato de quien no tiene más defensa que el cuidado de otros hombres.

Érase un ser hecho de alba, de nubes, de rocío matinal acurrucado entre las flores. Sin fuerza aún para sostenerse por sí solo y tocar y acariciar como él mismo ha sido acariciado. Un ser vivo, hecho para estar vivo ante la realidad preñada de vida, bruñida y engastada por la misma mano que había dado cuerda a su latido.

Érase un ser de prodigios y tropezones, habitado por dentro, habitado de días, habitado de tiempo; habitado por un pájaro de fuego que lo llamará, tarde o temprano, a extender las alas, a echar el vuelo hacia la cóncava hermosura azul, adornada como él con mantillas que el viento lleva lentamente como barcos de sueños hacia el ocaso de oro.

Érase una vez la vida de su hija, la vida de su hijo. Libres de todo porque nada les pertenece y a todo son convocados como dueños y herederos de lo poco o mucho que lo hayan enseñado a amar, a compartir, a construir, a ser instrumentos de paz, a ser arados de tierra nueva, ingenieros y arquitectos, artistas y narradores de un mundo tan acogedor como el vientre de su madre.

Érase una vez su pobre hija, su hijo pobre. Sin más pertenencia que el primer e indestructible latido; ese latido que lo llevará de misterio en misterio, de rostro en rostro, de alegrías en disgustos hacia el gran Misterio luminoso al que pertenece desde que fue pensado. Una hija, un hijo, miles de hijos como “lirios del campo, como las aves del cielo”, que “ni el mismo Salomón con toda su gloria se vistió como uno de ellos”, o como las bestias que beben leche fresca de luna en sus nocturnos abrevaderos.

Y será, por fin, el momento en que la hija y el hijo miren a sus padres como hijos; sin cálculos, sin medidas, sin cuentas, sin deudas, sin reproches, que a lo largo del camino han embarrado los engranajes del afecto. ¿Quién diría que un dolor de parto fuera el principio de la aventura, de la contradicción de un ser que puede levantar o destruir ciudades con la misma mano con la que acaricia? ¿Quién diría, en fin, que el rostro al que mira distraído, enfadado, decepcionado, contenga en sí toda la maravilla de ser criatura de criaturas? ¿Quién les dirá a esas bellezas que la vida merece la pena, cuando huyan en busca de ideales y vuelvan derrotados de “comer algarrobas con los cerdos”?

¿Quién los vestirá de nuevo con ropa limpia, tras levantarlos del polvo y los charcos de sangre que, quizá ellos, sus hijos, han derramado por maldad, por soberbia, por educación?  ¿Quién los mirará por dentro, sin escándalo, sino ustedes: padres y madres asustados, que nunca lo hablaron del mal, que los mantuvieron en una burbuja de caprichos o deberes? ¿Quién, sino ustedes, pueden volver a descubrir bajo su capa mugrienta de pobre, el primer latido asombrado de aquél niño de luz?

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