Viajar a El Hierro es hacerlo a uno de los territorios de España que más se pueden acercar a la tierra virgen, antes de ser invadida por el turismo masivo. Apenas hay hoteles, y si los encuentras son como el de Punta Grande, un pequeño cajón de piedra negra con cuatro habitaciones en el lado occidental de la isla. Hay pocas playas y son pequeñas, Hay unas cuantas pozas y piscinas naturales, ganadas al mar, batidas por las olas del Atlántico. No hay chiringuitos ni música de madrugada. Y el turista termina por tomar un vino en el bar del pueblo, o por comprarse una camisa en una tienda que se llama Kuki, o entra que ostenta el nombre de Pruébate, un imperativo irresistible.
Lo primero que sorprende al viajero en El Hierro es el fresco ambiente de Valverde, su capital, en una tarde de julio, o de agosto. El que huye de la tórrida meseta recibe como un regalo la bruma que oculta las calles y las casas. Los vientos alisios que soplan, húmedos y calientes, sobre la costa de la isla, suben por la abrupta ladera, se enfrían y se convierten en nubes densas. De Valverde a san Andrés, el pueblo más alto, en el interior, el viaje atraviesa las nubes para encontrar de nuevo un cielo limpio y despejado.
La isla, con forma de Y griega, tiene su parte alta en la zona oriental, que llega a los 1.500 metros en el pico de Malpaso, una costa oriental de rocas negras y paisajes ocres marcianos, casi desierta, y un zona occidental con una llanura en forma de herradura (de ahí dicen que viene el nombre de la isla) dedicada al cultivo de frutas: plátanos, vides, guayabas. Es La Frontera. Subir a las regiones altas es encontrar bosques de laurisilva con brezos, hayas y pinos canarios. Árboles envueltos en líquenes y musgos, que absorben el agua suspendida en la niebla. Regiones de pastoreo de vacas y agricultura, limitada por un balcón abierto al abismo desde el que se contemplan paisajes de una belleza primordial. Desde los miradores de Jinama o La Llanía, se abarca toda la región de la Frontera. Desde el mirador de Isora, toda la costa oriental.
No hay invasión turística, ni territorios colonizados por el turismo, como en Lanzarote, en Fuerteventura, o Gran Canaria. En El Hierro su propia forma de fortaleza, con costas agresivas de roca negra, han mantenido a raya a los grandes operadores. Su pequeño aeropuerto no permite aterrizajes de grandes aviones. El tamaño de la isla permite recorrerla en bicicleta. Hay poco tráfico, y uno puede pedalear desde Valverde a la Restinga, en el extremo sur, para hacer unas sesiones de buceo o comer un pescado de roca recién sacado del mar. Si quieres alquilar buenas bicicletas, con un servicio extraordinario, solo tienes que llamar a Jorg, en su página de internet. Recorrer la isla en bici, eléctrica, merece la pena.
El Hierro es uno de esos territorios hostiles, duros, difíciles. Su pobreza ha sido compensada en este tiempo por la posibilidad de que los herreños conviertan algunas de sus casas en viviendas turísticas. La diferencia de altitud entre la costa y la montaña les ha obligado a una vida de esfuerzo. Pero conviene repasar algunos de los libros de historia local que encontrarás en las dos librerías de Valverde para comprobar cómo la historia del siglo XIX y XX ha sido un compromiso constante con la formación, la educación, y el desarrollo de la isla. La historia de esos siglos en un lugar tan remoto está llena de desafíos y pequeñas historias personales de un gran valor qu iremos desgranando aquí en Fanfan en próximos artículos.
Es también uno de los territorios que preserva una artesanía local singular. Si el viajero tiene tiempo puede recorrer los talleres de alfareras, tejedoras, lutieres y artistas de la madera, como el sobresaliente Horacio Armas, autor de piezas únicas. En su taller compramos un mortero negro de formas africanas, tallado en madera de morera, o moral, como lo llaman en la isla. El cabildo de El Hierro tiene catalogados a todos los artesanos y su ficha cuelga en la página web dedicada a la artesanía.