Un escenario de después de una guerra. La impresión general de los vecinos de la zona cero de la riada, y de los primeros equipos que llegaron a esas ciudades, repetía esa idea, como la imagen más cercana a la realidad que se encontraron en Chiva, en Paiporta, y en toda la región al sur del cauce del Turia, y en las inmediaciones del fatídico barranco del Poyo. Después de cuatro días de abandono llegaron los reyes a Paiporta para intentar restablecer un liderazgo que faltó desde el inicio de la crisis.
Las grandes crisis necesitan líderes. Aquí no los ha habido hasta que el rey Felipe mandó bajar los paraguas y se acercó a los que gritaban airados al otro lado del cordón de seguridad. No ha sido líder Sánchez, más ocupado en evitar la mano judicial contra la corrupción que le rodea; tampoco Feijóo, titubeante desde el primer momento; y menos Mazón, superado desde el prólogo de la crisis. Cuando se limpien las calles tendrá que explicar sus ausencias, las dos horas que llegó tarde a una reunión crítica, o la frivolidad con la que trató los avisos de la AEMET.
Como no hemos tenido un liderazgo claro, tampoco ha habido empatía. Hasta que el rey y la reina se mancharon el cuello de barro, empatía cero. Una consejera mandaba a las familias quedarse en casa esperando noticias de sus desaparecidos. O llamaba una semana después a una funcionaria de su equipo que perdió a su marido y a su hija en la inundación. Nadie con liderazgo ha asumido el dolor, nadie ha canalizado el consuelo, hasta que el rey abrazó a los vecinos de Paiporta. Hicieron mal en no prolongar la visita en Chiva. Se equivocaron al hacer caso a Sánchez, que suspendió el viaje del rey para no prolongar más su propia agonía política.
Nadie ha bajado al barro en el minuto siguiente a que parara la lluvia para decir, como dijo Giuliani cuando las Torres Gemelas se hundieron después del ataque de Bin Laden: «estamos ante la peor tragedia de nuestra ciudad, pero saldremos adelante». Cuando la tragedia golpea con un zarpazo como este, necesitamos esperanza, alguien que, con legitimidad, nos haga visualizar un futuro mejor, una salida del túnel, un final del sufrimiento. ¿A quién seguir si todos se dedican a echarse barro unos a otros?
Si una guerra es lo que ha pasado en horas por esa conurbación del sur de Valencia capital, debemos encontrar remedios propios de una posguerra. Si la devastación ha arrasado familias, empresas y negocios, ese plan deberá contemplar sanar las heridas personales, reconstruir el tejido empresarial de una economía formada sobre todo por pequeñas empresas y reurbanizar una región que necesitaba desde hace décadas de una planificación que evitara lo que ha sucedido. De nada sirve echarle la culpa de las desgracias al cambio climático. El clima cambia y nos obliga a adaptarnos con más urgencia. Escandaliza comprobar que los planes para canalizar lluvias torrenciales dormían en un cajón, olvidados porque los políticos tienen prioridades que caducan cada cuatro años, y son incapaces de pensar en el largo plazo.
Como es habitual, la desgracia nos ha sorprendido en el punto de máxima polarización en España, por tanto en la situación menos propicia para un gran acuerdo entre los grandes partidos que permita una planificación ambiciosa, al margen de la batalla política. Y es así porque quien nos gobierna, el hombre que se retiró de Paiporta y que arrastrará esa verguenza muchos años, tiene una visión de la política como una guerra. Y en la guerra se trata de destruir al adversario. Por ejemplo a Mazón. Por tanto, el escenario de guerra que se encontraron los bomberos y los primeros soldados de la UME es el de una batalla dentro de otra guerra, la que libra Sánchez contra la prensa libre, contra los jueces, contra la oposición, ahora contra los valencianos. Por eso su actitud es la del dirigente de una ONG: si quieren ayuda que la pidan, si quieren dinero que voten mis presupuestos. Él sigue en su guerra, mientras lo que necesita Valencia, lo que necesitan los españoles, es un plan Marshall para reconstruir una de las zonas más prósperas del país, una parte del corazón de nuestra nación. Toca a la oposición tener grandeza, un algo grado de humildad, y una generosidad extraordinaria para proponer un plan a largo plazo, un liderazgo que nos devuelva la esperanza.