Victoria Subirana, la maestra en Katmandú

"Frente a las dificultades yo practico el perdón, el no devolver el mal por el mal, el ponerte en el lugar del otro"

Esta entrevista se realizó para el libro Cuéntame algo bueno. Conversaciones con mujeres, de Ludiana Editores.

Ríe. Ríe como las personas que han llorado mucho. Cuando el relato se hace crudo la risa crece. Cuando cesa, es que todavía llora por ese tramo de su vida que aún duele. Pero eso solo sucede en un punto de la conversación. Mira con atención. Y si en la conversación aparece una copla o un fandango, se desnuda de su acento catalán y canta con aire flamenco. Ha cumplido treinta años como maestra en Katmandú, en el Nepal más pobre.

Cada vez que la veo, Victoria, tengo la sensación de que viene usted directamente desde la estación de su infancia.

Yo vine al mundo en Ripoll, en un pueblecito aislado, con dos ríos, el Ter y el Freser, entre las montañas de Gerona. Mi familia era catalana y andaluza: mi padre catalán, mi madre de Andalucía. Nací en el 59 y en aquella época apenas se podía hablar catalán, la cultura catalana circulaba a escondidas. Me crié en esa familia, escuchando los fandangos que cantaba mi abuelo, que sacaba una silla a la puerta de casa y se arrancaba con sus cantes. Mi abuela freía papas, y hacía los gazpachos a mano, sin batidora. Éramos pobres pero en casa había mucha alegría. Y siempre se cantaba. A mi familia materna siempre la he visto bailar y cantar

El equipaje del andaluz en su emigración siempre tenía un hueco para la alegría.

Si, porque el catalán ha sido siempre muy serio. Los andaluces traían alegría. En casa escuchábamos flamenco y en la calle ya empezaban las reivindicaciones y se escuchaba a Lluis Llach y todo aquello. Yo tuve la suerte de nacer en un barrio marginal. A las nuestras las llamaban las casas baratas, que eran las que se daban a los emigrantes.

¿Dice que tuvo la suerte de lo marginal?

Si porque aprendí a sobrevivir. Aquello estaba rodeado de descampados y la nuestra fue una infancia silvestre, de tardes en el río, de coger ranas, y de mezclarnos con los gitanos ambulantes que venían con sus tartanas y acampaban a la orilla del Ter. A mi abuela le encantaban. Me decía que tuviera cuidado pero a la vez me animaba a pasar tiempo con ellos. Aprendí a valorar otras culturas, a jugar al aire libre.

Aquellos gitanos que hacían cestos y arreglaban los pucheros de metal con varillas de paraguas…

Había una gitana con unos ojos azules deslumbrantes. Un día le pregunté por el color de sus ojos y un gitano que estaba a su lado me cantó esa canción que dice “la gitana que yo más quiero tiene los ojos azules de tanto mirar pal cielo”. Se lo conté a mi abuela y me dijo, “¿ves?, como nosotros, que hemos venido aquí con la esperanza nada más y nos pasamos el tiempo mirando al cielo.

¿Qué más influencias hubo en su infancia?

Con los gitanos descubrí los romances de Lorca. Pero además tenía una madrina, muy catalana, muy de las escuelas del método Montessori, que me inculcó la disciplina, el esfuerzo, y el veneno de la educación. Yo vivía como una salvaje, era muy callejera, pero cuando mi madrina llegaba a casa el mundo cambiaba: todo era libros, cultura, vestir bien, saber comportarse. Y entonces salía a la calle y mis amigas me decían que era una señorita. Me he criado siempre entre dos aguas.

Pero en esa época pesaba más el agua de lo marginal.

Es que nosotros éramos los del otro lado del río, en una España que esta- ba llena de favoritismos y muy marcada por la religión. Mi madre nunca fue a misa. Mi abuela era devota pero a su manera. Recuerdo aquellas vírgenes que pasaban de una familia a otra, en una urna que se tenía en casa una semana. Mi abuela preparaba un altar y rezaba todas las tardes sus letanías. Yo no entendía nada pero recuerdo que ese rezo me daba paz. Eso luego lo he encontrado entre los budistas. La abuela era así, pero no iba a misa porque había dejado de creer en los curas. Había visto muchas cosas. Yo iba al colegio con las monjas y siempre el lunes nos preguntaban por la misa del domingo. Yo a veces iba, solo para que al día siguiente no me tiraran la campana a la cabeza. Había esos favoritismos. El aula se dividía entre las que habían ido a misa y las que no. Pero con las monjas aprendí cosas fundamentales que luego he aplicado en Nepal.

¿Por ejemplo?

Cuando me ponía enferma venían a verme, y se preocupaban por mí. Cuando ves a una monja que se preocupa te das cuenta de que detrás de toda la parafernalia fría que les adorna hay un corazón que late. Eso me marcó. Cuando fui a Nepal lo apliqué. Si un niño no venía a clase les decía a los profesores: hay que ir a sus casas. Eso viene de mi época escolar: la compasión de las monjas, el cuidado de los enfermos.

A pesar de tu marginación.

Es que yo era un bicho raro. Venía de una familia desestructurada. Cuando un niño no tiene un hogar es imposible que rinda en la escuela. En aquella España esas cosas no se tenían en cuenta. Era una España muy castigada, con hombres que eran muy machistas y mujeres que también eran muy machistas. Los padres no tenían relación con los hijos. Ahora hay una conciencia mucho más amable en las familias.

Y eso se notaba en tu instrucción escolar.

Yo fui un fracaso escolar. No terminé el bachillerato. Suspendí mate- máticas. Era una asignatura que odiaba. Por ese suspenso no me dejaron pasar de curso y para mi fue una profunda decepción. Me esforzaba mucho, pero no daba más. Y las circunstancias en casa no eran las mejores para centrarse en el estudio. Mi madre era analfabeta, y mi padre no lo era pero estaba a lo suyo. Si le ibas con problemas de deberes te decía que esas eran cosas de las monjas. No tenía ningún apoyo y eso me traumatizó. Nunca tuve un ambiente cuidado para estudiar. Mi madre trabajaba en la fábrica, mi padre era constructor. Yo envidiaba a otras niñas, tan protegidas. Luego con el tiempo he dado gracias. Aquella desprotección me dolió mucho pero luego me sirvió para ser fuerte y formar mi propio. Soy una mujer muy afortunada. Nunca he bebido vino. ¿Sabes porqué? Porque me repugnaba el aliento de mi padre cuando llegaba a casa por la noche. No llegaba borracho, pero tenía un problema de alcoholismo. En aquella época miraba las cosas de lejos y decía no, y era un no rotundo. He aprovechado lo bueno y lo malo. Y a veces lo malo es mejor aprendizaje que lo bueno.

Y de repente entra en su vida el Nepal y piensa en ser maestra en Katmandú.

Antes de pensar en viajar a Nepal leí mucho sobre espiritualidad. Fue una época, cuando tenía 18 y 19 años, como la didáctica del cristianismo estaba tan mal aplicada, los jóvenes buscábamos algo más, y descubrimos a Lobsang Rampa, que luego se demostró que era un fraude, y a Herman Hesse con el lobo estepario. El cristianismo tiene cosas tanto o más potentes que Hesse, por ejemplo Las florecillas de San Francisco. Pero no sé por qué estas cosas la Iglesia las ha tenido ahí arrinconadas.

Así que sus lecturas le llevaron al Tibet.

En 1987 empecé a organizar el viaje. Claro, ir al Tibel desde Ripoll era en aquella época toda una odisea. Yo ya estaba trabajando en un parvulario. Había saltado una barrera social muy importante: la del conocimiento. Esa barrera para los chicos de mi barrio era un muro muy alto. En un barrio con 92 familias, solo llegamos a la universidad tres personas. Allí a los catorce años te ponían a trabajar. Yo pasé esa barrera con mucho esfuerzo y con mucho dolor, porque venía de un fracaso escolar. Pero aquí mi padre fue decisivo. Mi padre ha tenido cosas muy buenas. Me dijo: si no quieres trabajar, estudia. Y si tienes que combinar las dos tareas, lo haces, pero no dejes de estudiar. Yo estaba destinada a trabajar en las fábricas textiles. No fue fácil llegar a ser maestra. Fue un salto tremendo, y un ascenso de estatus para mi familia.

Y cuando lo ha conseguido, se va.

Yo tenía una situación privilegiada: tenía casa, tenía coche, trabajaba en una escuela Montessori, un colegio de élite. Esto ahora quizá no se entiende, por el bienestar, pero hay que ver de dónde veníamos. Y entonces tuve esa llamada.

¿Cuándo se produjo?

Mi primer viaje viene por esa curiosidad espiritual, pero cuando llegué a Nepal vi tanta miseria que de repente dejaron de importarme los tibetanos. Me importaban un bledo. No podía mirar a otro lado que no fuera el de la pobreza: niños que comían de la basura, desprotegidos, entre la indiferencia. Era un do- lor. No paraba de llorar. Fue un cambio en mi vida. Yo en aquella época no creía en nada. Las monjas me habían dejado peleada con Dios. Solía salir a correr, y un día, bajando del Monkey Temple tuve una visión. Algo raro. Me ví en Nepal trabajando con niños, y ya fue algo que no me abandonó. No se me quitaba de la cabeza. Era un pensamiento permanente. Entré en crisis. Me decían, se te pasará. Fue a más. Tenía claro que había nacido para eso. Era mi misión, mi lugar. La educación nos prepara para todo menos para encontrar la verdadera misión. Y cuando la encuentras te sobra todo lo demás. Decidí volver al año siguiente. También para ver si era solo un capricho. Y cuando pisé aquella tierra sentí de nuevo que había encontrado mi lugar en el mundo.

Y regresó a España ya con idea de marcharse para siempre.

Hice mis planes. Quería aprender nepalí. Y ya tenía mi maestro, Ramón Prats, un tibetólogo, también la oveja negra de su familia, que era una familia rica, pero él decidió no dedicarse a los negocios de sus padres. Era la única persona que me entendía. Ramón fue mi mentor. Es uno de los mejores especialistas en estudios orientales. Y Rahu Shakya fue mi maestro en la lengua de Nepal. Dejé la escuela Montessori y me fui a Barcelona a aprender la lengua y a formarme durante un año. Me puse a trabajar de sirvienta en una casa y aquello fue un choque porque la gente te da un estatus en función del trabajo que haces. Pero son los que te miran desde fuera. Lo que de verdad eres, eso lo llevas contigo.  Y descubrí que yo tenía que trabajar para mi yo, que es lo que me voy a llevar.

¿Y su madre?

Mi madre en esa época, cuando volvía a Ripoll, me pedía que no dijera  a nadie que estaba de sirvienta y que había dejado una plaza de maestra para meterme de criada. No salía de casa. Sus amigas le decían: ¡con lo que os ha costado ponerla de maestra! A ella, que venía de la Andalucía profunda. Mi madre lloraba y yo me sentía muy mal. Un día me dijo que se encontraba mal y quería ir al psiquiatra. Y cuando llegamos a la consulta le pidió que me diera una pastilla a ver si se me quitaba esa idea de la cabeza. Yo me quedé a solas con el médico, más que nada para contentar a mi madre, y cuando expliqué mi situación el psiquiatra me dijo que no hiciera caso de nadie y que siguiera mi convicción. A mi madre se le derrumbó el castillo. Me fui. En mayo hizo treinta años.

Y en Nepal, llega una señora española que va a montar una escuela. Es un poco extraterrestre. ¿Sintió rechazo?

En absoluto. Los nepalíes, por desgracia, han vendido su alma al diablo extranjero. Creen que extranjero es sabiduría y educación de calidad. Y en esa creencia se han colado muchos que venden valores que allí no funcionan. Allí una escuela la abre cualquiera, no hay regulación. Y las escuelas de extranjeros son caras, y eso lo asocian con calidad. Mi primera escuela en Nepal se abrió  en un centro de refugiados tibetanos en el que no había parvulario. Quería 25 niños. Tuve treinta y tantos. Las clases allí son de 90. Yo no quería negocio, yo quería educación.

En treinta años sus primeros alumnos serán adultos.

Los sigo viendo, los encuentro por la calle, y eso es lo mejor. Me guardan un gran cariño y eso es de una enorme belleza. Son personas que han tenido como educación lo mejor de oriente y lo mejor de occidente. Se han educado en un ecosistema diferente, con libertades que no tenían fuera. Allí los matrimonios son concertados. En la escuela les dejábamos que fueran novios, que se cogieran de la mano, con la condición de que no trascendiera fuera de las paredes del colegio. Yo no quería tener problemas con los padres. Son niños que se han criado con esa dualidad. Dentro del colegio, la norma es que todo estuviera límpido, decorado, precioso. Cuando salían iban a sus chabolas. Lo tuve en cuenta desde que monté la escuela. Quería crearles una referencia: limpieza, orden, belleza. Porque si no, el progreso para ellos es otra cosa. Cuando proporcionábamos tra- bajo a los padres, resulta que seguían viviendo en el mismo chamizo sin luz, sin pintar las paredes, y con el dinero se compraban una televisión pero no tenían ni leche ni fruta para los niños.

Tuvo que ser un choque cultural.

Enorme. Venían llenos de piojos. Y se sentaban en fila para despiojarse. Para ellos es normal. Los padres lo hacen con sus hijos en la calle. Y dije no, esto se ha terminado. Llamé al barbero y les corté a todos el pelo. Al día siguiente algunas madres llegaron contentas; otras muy enfadadas. Yo no entendía nada. Resulta que si les corté el pelo un martes, todos aquellos que han nacido en martes tenían prohibido cortarse el pelo en ese día. No puedes cortarte el pelo, las uñas, bañarte, ni cambiarte de vestido, ni abrir un negocio ni viajar. Dicen que cada siete días se cierra un ciclo y en ese momento las energías negativas pueden entrar en tu cuerpo. Cortarse el pelo es exponerse. Muchos ni salen de casa en  el día que han nacido. Mi marido podía pasar un mes de treking en la montaña, porque era sherpa. Llegaba sucio. Si era el día de su nacimiento no se bañaba, y yo le mandaba a dormir a otra habitación. Son tradiciones. Cuando pasó lo del corte del pelo fui a buscar al lama, y él fue el que me lo explicó. Tuvimos que hacer una ceremonia para calmar a las familias, porque pensaban que les podía entrar a los niños el diablo en la cabeza. Nos puede parecer extraño pero en la cultura cristiana también tenemos nuestros ciclos, y nuestros ritos, y a mi aquello me ayudó a entender mejor lo nuestro.

Usted tiene su propia pedagogía, la llama transformadora, ¿en qué consiste?

Parto de la base de que la virtud, la formación del carácter, las relaciones entre las personas, la forma de comunicarse, todo eso es un aprendizaje. Pertenece a la madurez mental. La mente sigue siendo una gran desconocida. La mente es, por si misma, una asignatura que se debe estudiar y se debe adecuar al recorrido educativo. Es clave para conseguir el bienestar y la felicidad. Vamos a la escuela y nos instruyen en un montón de materias que nos preparan para la ciencia o para las letras, o el derecho. Pero todo lo que hace referencia a la madurez de la mente se olvida. Nadie nos enseña y sin embargo nos culpabilizan cuando no sabemos resolver problemas por nuestra inmadurez mental. Por ejemplo, cuando un niño dice una mentira. Tiene un registro aprendido de forma equivocada. Es como si tiene una postura errónea para coger el lápiz. Detrás de la mentira hay algo que se esconde. Puede ser el miedo, el complejo de inferioridad. Si nadie le hace ver las consecuencias negativas, el error, la mala postura persiste. Para cambiar esa emoción negativa se tiene que trabajar a diario. En muchas cosas llegamos demasiado tarde a una serie de adquisiciones erróneas. Por eso nos encontramos con profesionales excelentes que no saben ser buenos padres, o que necesitan consumir drogas. Cuando uno es adulto tiene muchas raíces, muchas adquisiciones que es difícil cambiar. Te exigen virtudes y comportamientos que nadie te ha enseñado.

Y frente a eso, ¿usted qué propone?

Una asignatura sistematizada que empieza en el parvulario. Los niños hacen cada día una reflexión de cómo son y cómo les gustaría ser. Una meditación en la que en silencio escuchan su voz interior, que les dice cómo pueden mejorar y qué es lo que van a hacer para ser mejores. La mente tiene una gran capacidad de conocer, de autorregularse, de formar la propia vida de los individuos, tal y como ellos quieren ser. Es importante que la escuela fomente los va- lores familiares. Cuando un niño tiene problemas familiares es difícil que rinda, es imposible. Por un motivo sencillo: las familias no se pueden elegir, y son un foco de aprendizaje fundamental. Hay que aprender a querer y aceptar la familia que tienes, sea la que sea. A veces hemos tenido padres o hermanos que nos han hecho llorar mucho, que nos han hecho la vida imposible, pero tenemos que aprender a quererles. Si la familia está unida, todo lo que tienes fuera no te afecta. Como la familia esté desunida, abierta, tus enemigos de la calle cuando tienes un problema se unen con tu familia y la vida es una tortura. Los niños, cada día, tienen que formular el deseo de que su familia se consolide, y verbalizar y escribir en una libreta qué cosas va a hacer con la familia para mejorarla. Llegamos a casa y los niños van cargados de deberes estúpidos que no sirven para nada, y los deberes más importantes que es estar con los hijos y con los padres esos no los hacen, y se crean unos problemas tremendos.

El día de mi muerte será el más feliz de mi vida, porque podré pasar la asignatura más importante para la que nadie nos prepara

Victoria Subirana

¿Cuál es el gran éxito de su vida como maestra en Katmandú?

Tengo una comunidad de más de seis mil niños educados, pero mi mayor logro es la educación de mis dos hijos. Porque es la más difícil, y ahí me siento feliz.

¿Y su fracaso?

Mi matrimonio. Yo he puesto la misión de mi vida por encima de todo lo demás. Hoy seguramente no mezclaría una cosa con la otra. He dejado mi vida personal en un segundo plano. Y no tengo nada que reprochar, cada persona es el reflejo de lo que es. Las circunstancias no hacen al hombre; lo reflejan.

Victoria, ha pasado usted dificultades, la han perseguido, la han golpeado, han cerrado sus escuelas, le han robado, la han torturado, el gobierno español la tuvo que proteger acogiéndola durante seis meses en casa de la cónsul honoraria porque estaba amenazada de muerte ¿Cómo afronta usted las dificultades?

Teniendo la muerte presente cada día. El día de mi muerte será el más feliz de mi vida, porque podré pasar la asignatura más importante para la que nadie nos prepara. Todas las adversidades que afrontamos nos acercan a la muerte, porque todas son una forma de prepararnos para encarar el final, cuando nos veremos desnudos, con nuestros actos. Frente a las dificultades yo practico el perdón, el no devolver el mal por el mal, el ponerte en el lugar del otro, la comprensión de que las personas no hacen más porque no saben hacerlo. Las dificultades son una puerta de aprendizaje y de aceptación. Mi mantra es aquel de Cristo: perdónales porque no saben lo que hacen.

¿Eso pensaba cuando la rodearon y la golpearon para cerrar sus escuelas y dejar a cientos de niños en la calle?

Siento que soy solo una transmisora, un ser que se deja flotar sin miedo de lo que le pase. Cuando me pegaron sentí que estaba cerca de esa energía que nos lleva en la vida. Me dolía ver a mis niños. Algunos son ciegos. No sabían lo que les pasaba. Y de alguna forma perdonaba. Era como recorrer ese camino que Cristo hizo por nosotros, y que en algún momento de nuestra vida nos pide que hagamos. La espiritualidad tiene que ser algo vivido. Si no, no existe, ni leída ni en el silencio de tu casa. La vives cuando te apalean y piensas en cómo puedes perdonar. Si tuviéramos esa conciencia cada día el mundo sería mejor. Doy gracias de que cada vez hay más pedagogías como la mía en las que la espiritualidad es la viajera más importante. Yo me siento parte de ese regreso a lo espiritual.

Se va cantando la maestra en Katmandú, canta fandangos y bulerías, como un buda de Jaén que nació en Ripoll por alguna migración de las almas, como aquel niño andaluz, granadino de la Alpujarra, en el que se reencarnó el alma de un lama. Cuando llegó al Tibet pedía bocadillos de chorizo, el angelito. Se va la risa. La santa risa. El sacramento de la risa de la niña que se peleó con Dios en los años de las monjas y ahora tiene prisa por verle la cara, al otro lado de la muerte. Si es que tiene cara.

Alfredo Urdaci
Alfredo Urdaci
Nacido en Pamplona en 1959. Estudié Ciencias de la Información en la Universidad de Navarra. Premio fin de Carrera 1983. Estudié Filosofía en la Complutense. He trabajado en Diario 16, Radio Nacional de España y TVE. He publicado algunos libros y me gusta escribir sobre los libros que he leído, la música que he escuchado, las cosas que veo, y los restaurantes que he descubierto. Sin más pretensión que compartir la vida buena.

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