Villalar 3

Recuerdos desde mi primera calle en Madrid

El tiempo es circular y curvo, la vida como una rotonda. A menudo me siento a la mesa de un café con aires de bohemia en la calle Villalar. Fue mi primera calle en Madrid. Y me paro a ver mi pasado, a contemplar, como en una obra de Tadeusz Kantor, a aquel que fui, el que llegó al Madrid calcinado de julio de 1983, para habitar una casa de una inmensa soledad vacía. En el 3 de esta calle tuve mi primera vivienda en la capital. Había un mundo que moría, lento paquidermo, mientras el mío propio nacía independiente, lejos mi casa familiar de Pamplona.

Aquel mundo crepuscular era el de mis tías, monjas de las Auxiliadoras. La orden había heredado la propiedad íntegra de los números 3 y 5 de la calle. Una condesa con alma atribulada había dejado aquellos inmuebles para pagar el salvoconducto celestial. Y las hermanas habían habitado en aquellos pisos inmensos, aristocráticos, de techos altos, con un patio umbrío y fresco, durante décadas. Hasta que la onda expansiva del Concilio Vaticano II las empujó a vender aquellos regalos y trasladarse a los barrios obreros de la periferia, o a los pisos nuevos de pueblos agrícolas de Extremadura. Allá se fueron: una de mis tías a Carabanchel, la otra a Losar de la Vera. De repente el clero vestía de buzo azul y leía el Interviú. Las casas de la calle Villalar se quedaron vacías, y a mi tía Maravillas se le ocurrió que yo podía pasar unos meses en aquellas estancias desalojadas para las que buscaban comprador. Vivía de prestado en aquel inmenso caserón.

Cada noche, de regreso de Diario16, abría el portón de la entrada y lo cerraba con la seguridad de encontrarme solo, único habitante de un mundo desolado en el que apenas quedaban unos platos y una cama. Subía al tercero, donde tenía mi habitación en una planta de veinte salas, todas desalojadas, como en el resto de los pisos. Al entrar en el enorme pasillo oía el rumor de las cucarachas que corrían a refugiarse en su madriguera. Villalar era entonces, como lo es hoy, una calle de aire parisino, una calle recoleta, entre Salustiano Olózaga y la calle Recoletos. Abre la calle un palacete donde siempre ha estado la embajada de Francia, y tenía, en aquel tiempo, una de las mejores tiendas de lencería femenina de Madrid: Diva. Antes de afrontar el desierto de Madrid para llegar al periódico, me detenía en aquel escaparate para imaginar la carne que podían contener aquellos encajes. Y luego pasaba un rato en Hiperión, con las novedades de una editorial que acaba de cerrar la librería en la que Maite y Jesús Munárriz han repartido poesía durante toda su larga vida.

Contemplo a aquel yo mismo que llegó a esta calle con una maleta gris y mil duros en el bolsillo, para trabajar en un periódico que lanzaba campañas contra Francia por el apoyo que el gobierno de París daba a los terroristas. En aquella redacción viví los primeros grandes días de mi profesión. El primero el 27 de noviembre, cuando un avión de la compañía colombiana Avianca se estrelló en Mejorada del Campo. Murieron 181 personas. Entre ellos algunos de los grandes escritores americanos de aquellos años, como el mexicano Jorge Ibargüengoitia, el peruano Manuel Scorza, la argentina Marta Traba y la pianista española Rosa Sabater. El avión se estampó contra una ladera minutos después de las una de la madrugada de aquel sábado. En aquellos años las redacciones eran lugares donde se bebía y se fumaba, y cuando se cerraba la edición del periódico la vida continuaba en garitos donde se seguía bebiendo sin horario. Aquella trágica noche, la primera tarea en la redacción fue la de llamar a los bares y antros que frecuentaban los fotógrafos y redactores para intentar imprimir una edición especial. Los primeros gráficos que llegaron a Mejorada se encontraron con un espectáculo infernal. Sin material para acotar la zona, los equipos de emergencias que se presentaron en el lugar, con los restos todavía humeantes, tan solo disponían de cintas y marcas de una fiesta local patrocinada por una marca de refrescos. Las primeras fotos parecían patrocinadas: restos del fuselaje, maletas reventadas, cuerpos desmembrados y unos banderines que marcaban la localización de las víctimas, y que llevaban la leyenda de “la chispa de la vida”.

Volvimos a casa al alba, derrotados por la tragedia, con un periódico en la mano que llevaban en portada el desastre. El diario de la competencia, que tenía su redacción en la calle del al lado, fue incapaz de reunir a sus legiones de periodistas. Aprendí muchas cosas aquella noche. La primera, que las batallas que no das son las que siempre pierdes. La segunda, que en las redacciones es bueno conocer las costumbres de vida privada de tus redactores, o al menos los lugares donde se curan el alma después de una mala noche.

La de Avianca no fue la única catástrofe de aquellas semanas. Veinte días después, el 17 de diciembre, ardió la discoteca Alcalá 20. Murieron 81 personas. El sótano, en los bajos del teatro Alcalá, se convirtió en una ratonera sin salidas de emergencia. Los mató el humo. Murieron asfixiados, incapaces de encontrar la escalera de salida, taponada de cadáveres. Unos mundos morían y otros nacían con pujanza. Recuerdo que en mi calle, Villalar, abría un bar nocturno de homosexuales discretos, un garito elegante, con pianista y mucho terciopelo rojo. Había resistido los tiempos de la dictadura a base de no armar escándalos, cuidar las formas y untar a algún policía con mando en la plaza para que hiciera la vista larga. El bar resistió poco tiempo una apertura democrática en la que ya se llevaban la exhibición desinhibida, sin complejos ni disimulos. Había pasado el tiempo de negarse, de esconderse, y era la hora de aparecer, el momento del desafío. El bar había convivido con las monjas, que se retiraban a casa a una hora prudente para rezar las vísperas y organizar la caridad del día siguiente, entre esos pobres urbanos que también les dejó en herencia la condesa, para que sus opciones celestiales tuvieran más valor.  

Las hermanas se refugiaban en los pisos mucho antes de que los clientes del Dumbarton levantaran la cortina de la entrada para soñar con amores clandestinos. Para llegar a mi Villalar 3 viajaba desde la periferia de Madrid, en metro,  hasta Chueca y atravesaba las calles que bajan hasta el Paseo de Recoletos. En aquellos años ochenta ya destellaba un bar gay llamado Black & White que competía en desparpajo con los mejores locales de Los Ángeles. En las noches de verano, tres o cuatro cimarrones encuerados y cubiertos con gorras negras de motorista exhibían músculo en la puerta con la promesa de compartir, con quien se animara a cruzar el umbral, la víscera más tierna. Todos esos recuerdos regresan con fuerza nítida, como si el tiempo se plegara en una curva por la que viajamos en un atajo del tiempo, y comparecen en esta calle recoleta, íntima y sombría, como en un teatro de la vida propia, cada vez que me siento a pasar una mañana, abandonado e indolente, entre cafés. Veo el que soy en el tiempo remoto, contemplo a aquel sin el que no sería lo que siento, lo que pienso.

(Este artículo se publicó en 2023 en la revista Risbel)

Alfredo Urdaci
Alfredo Urdaci
Nacido en Pamplona en 1959. Estudié Ciencias de la Información en la Universidad de Navarra. Premio fin de Carrera 1983. Estudié Filosofía en la Complutense. He trabajado en Diario 16, Radio Nacional de España y TVE. He publicado algunos libros y me gusta escribir sobre los libros que he leído, la música que he escuchado, las cosas que veo, y los restaurantes que he descubierto. Sin más pretensión que compartir la vida buena.

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