«Yugoslavia, mi tierra», de Goran Vojnović:  la eternidad de las guerras

Yugoslavia, mi tierra. Goran Vojnovic. Libros del asteroide

Esta reseña está dedicada a Senad Berberac (y su familia), circunstancial español, bosnio de sangre, yugoslavo de corazón. Y amigo.

Los que nos pasamos el día pegados a las noticias sobre la invasión rusa en Ucrania con más hipocondría que serio temor a un posible, -según el nivel de hipocondría-, invierno nuclear, tenemos mala memoria. Hemos olvidado que, no hace ni medio siglo, algo más cerca de Perpiñán hubo una guerra. Una auténtica matanza de todos contra todos. Una fraternal carnicería cocida a fuego lento desde tiempos medievales. Pero claro, aquella bélica algarabía, a ojos del acomodado espectador occidental y su molicie, respondía a una violenta disputa entre vecinos sin armamento nuclear que, huérfanos, quizás, de la severidad titoísta, compitieron para ver cuál de ellos era el heredero de su tierra. O el que tenía el miembro económico más grande. O el poseedor de la fe más verdadera. O más razón política. O, en las sombras, el que podía sacar mayor tajada.

yugoslavia, mi tierra

Lo que importa muy poco cuando el miedo retumba en las ventanas y la sangre cubre los rostros. Y es que, desandando y vuelto a andar el camino, no se puede negar la toxicidad de las etiquetas y los estereotipos, y la tierra de los eslavos del sur es, a ojos del ciudadano occidental, un sumidero de todo eso: «¿Yugoslavia? ¿Los Balcanes? ¿Dónde está eso? Ah, al este de Europa, buff, gente muy loca, muy creepy. Tipos muy violentos. Prostitutas. Alcoholismo. Bombas. Ancianas plañideras orando. Y, hombre, cómo no, la mejor cantera de fútbol y baloncesto de Europa. A mí qué me importa. Allá se maten» Sandeces propias del que no quiere saber. Aquella movida, en su desarrollo bélico que no en el del rencor mantenido hoy por nacionalismos cada vez más locales, se acabó. Y se ve que, más allá de sus medidas fronteras, se ha olvidado.

En general, las ficciones en papel sobre aquel disparate no son abundantes: Aleksandar Tisma o Dragan Velikic y su “Bonavia” como ejemplos rápidos. En el cine sí y algunas muy buenas: “Un día perfecto”, de Fernando León de Aranoa, con Tim Robbins y Benicio del Toro. La sobrecogedora “Quo Vadis, Aida?”, de Jasmila Zbanic y, aunque situada en la Guerra de Kosovo, la menos conocida y más modesta, pero no menos brillante, “Hive”, producción kosovar que muestra las formas de supervivencia de las mujeres que no van a la guerra, de las que se quedan, todas junto a la serie serbia, “Los últimos tres días”, sobre los últimos momentos en libertad de Milosevic.

El lector, en cambio, sigue fiel a la II Guerra Mundial, con sus Auschwitz, sus Stalingrado, los discursos de Churchill y Little Boy. En autores españoles, poco más que “Territorio comanche” y “El pintor de batallas”, ambas de Pérez-Reverte y, desde luego, “La hija del Este”, de Clara Usón, que cuenta la vida y el triste destino de la hija del general Ratko Mladic, conocido como “El carnicero de Srebrenica”, toda una buenísima opción ante tal carencia. El conflicto yugoslavo ha sido tratado más desde el ensayo, -muy recomendable «La fábrica de las fronteras: Guerras de Secesión yugoslavas, 1991-2001«, de Francisco Veiga Rodríguez, (Alianza editorial)-, que desde la novela. Tal vez por ser un capítulo de la historia en el que no hubo un icónico, -para mal-, pintor frustrado rodeado de adláteres con el único objetivo de exterminar a todo un pueblo o un abusón con cinco mil ojivas nucleares hablando de purificación en mitad del principal estadio de la capital de su nación, casi en la línea de Kruschev y su “os enterraremos”, que obligó a miles de americanos a construir búnkeres bajo el suelo de sus casas. Con todo, en la estupenda editorial Libros del Asteroide tenemos “Yugoslavia, mi tierra”, del joven esloveno Goran Vojnović.

yugoslavia
Goran Vojnović.

“Yugoslavia, mi tierra” relata el psicológico tour de forcé de Vladan Borojevic buscando a su padre, al que cree muerto, pero al que, tras una búsqueda en google, descubre no solo que vive, sino que está acusado de crímenes de guerra, es decir, que es una figura para el, a veces no tan necesario, ajuste de cuentas de cualquier terruño con viejos asuntos por resolver. En tal contexto, en sus páginas, entre muchos otros debates, conocemos la versión de los serbios, agraviados, casi siempre por culpa de sus líderes, señalados como los únicos villanos de todo el fregado, con un tribunal, el de La Haya, creado según algunas de sus voces, con el fin de estigmatizarlos y trocear su tierra al gusto de Rusia y de la OTAN.

El protagonista-narrador, eso sí, con muy poco carisma y fría personalidad literaria, uno de los defectos del libro, nos hace recorrer lo que en su niñez era un país, al menos en los mapas, unido y lo que, a base de matanzas alimentadas por rencores ancestrales, cultos religiosos de todo tipo, venenosa propaganda, doctrinas políticas, corruptelas y desidia internacional, se ha convertido en nostálgicas cenizas, pasando de compartir en su niñez aulas con serbios, eslovenos, croatas y bosnios, a odiarse unos a otros. Y que, tras los crímenes, se vuelven añorantes de cualquier tiempo pasado fue mejor, como el que hoy añora a la URSS o nuestro inolvidable mantra: <<con Franco se vivía mejor>>. A esas eméticas palabras se llega cuando a la democracia y a la libertad la manipulan muchos creyendo que ambas formas de vida son su caprichoso libre albedrío.

La novela de Vojnović, buen escritor, aunque algo bisoño y en ciertos momentos, carente de emociones, es excelente. Una terrible historia que nos mantiene atado a sus páginas, preguntándonos, puerta tras puerta, si aquel buen padre que llevaba a su hijo al mercadillo a comprarle los He-Man que le faltaba, es de verdad ese monstruo que están buscando. Un niño que, desde una impersonal habitación de hotel, en una noche de pesadilla, rodeado de inquietantes individuos, con una madre abandonada y desgarrada por una separación conyugal que ella ni ha buscado ni ha provocado, ve cómo su mundo se desmorona en pocas horas. Y que hoy, ya adulto, en un básico recorrido por la sagrada patria de los partisanos yugoslavos, desmitificando con el cincel de la mitificación, busca, en resumidas cuentas, si él es o no como su padre. Si está de acuerdo con aquella salvajada o, al contrario, lo ve como lo que fue, una evitable locura que muchos yugoslavos: bosnios, croatas, serbios, eslovenos… (primos, novios, novias, cuñados, amigas, vecinos, incluso hermanos), en la actualidad repartidos en paz por todo el mundo, sufrieron con consecuencias para toda la vida. Si las cenizas de hoy, tal y como puede pensar o afirmar un niño ucraniano con un tío en Moscú o una niña rusa con una abuela en Kiev, son solo la base de las de mañana, en un bucle. En la eternidad de las guerras.

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