Un cinéfilo en el Vaticano. Nuevos cuadernos Anagrama. 2020
Cuenta Román Gubern para justificar la publicación de Un cinéfilo en el Vaticano que cuando su cuñado Jorge Herralde le propuso escribir su experiencia como asesor temporal de la Santa Sede en cuestiones de cine, tuvo alguna duda de conciencia. Lo pensó dos veces, asegura, echó cuentas de los años que habían pasado desde entonces (25) y cayó en la certeza de que su «padrino» purpurado (el cardenal Foley) estaba muerto y enterrado, y por tanto, concluyó, el «secreto de confesión» había caducado.
En esas condiciones, se dispuso a escribir, y el texto que comentamos estaba listo en un mes, porque Gubern es hiperactivo, duerme poco, y en un encierro de agosto, el recuerdo estaba fijado en letras. A uno, que coincidió con Gubern en sus años romanos como director del Instituto Cervantes, cuando yo era corresponsal de Radio Nacional de España, todas esas cautelas le suenan a relato armado para darle un barniz de publicidad al librito. Secreto y Gubern son dos palabras que nunca han convivido más de cinco segundos.
Noticias e indiscreciones
Gubern es la persona más indiscreta que uno haya podido cruzarse en la vida, lo que diríamos un cotilla profesional. Recuerdo el día (febrero de 1995) en que se conoció la noticia de la concesión del premio La Sonrisa Vertical a una escritora residente en Roma. La obra, titulada Tu nombre escrito en el agua, estaba firmada con seudónimo. Entrevistada de forma discreta por la prensa nacional de España, la autora dijo que quería seguir llevando una vida normal, que no quería aparecer con su nombre de verdad. Sabíamos que la autora era mujer, de nacionalidad argentina, residente en Roma. El seudónimo con el que presentó la obra era Irene González Frei y con ese nombre se publicó. Narraba una historia de amores lésbicos, ambientada en el eje Madrid-Roma.
La noticia corrió por la capital italiana entre los corresponsales. Y comenzó la carrera por revelar el nombre real de la autora. Un seudónimo es siempre un desafío. La misma noche del premio bajaba este autor por Via Veneto, a eso de las ocho de la tarde. En una de las terrazas, sentado en un rincón, al abrigo de las estufas de butano, Gubern devoraba un plato de pasta con apetito goloso. Me hizo señas desde la distancia. No era para invitarme a cenar. En asuntos de pasta, Román es un catalán tópico. Siguió masticando de forma aparatosa mientras me contaba nombre y detalles biográficos de la autora, su teléfono, su condición sexual y sus coordenadas profesionales. No dejó nada, ni en el plato, ni el retrato. Gubern, que conocía la identidad de la autora de la novela por sus contactos en Barcelona, era incapaz de guardar un secreto. Las noticias le quemaban en el bolsillo. Si ha esperado 25 años para contar sus sesiones en el Vaticano, compadezco su sufrimiento, me conmueve de piedad, y espero que si en algún lugar llevan la cuenta, le sirva como penitencia para expiar otros pecados de indiscreción.
El cine vaticano
El caso es que en aquellos tiempos romanos, a Gubern, experto en cine y educado en su juventud en los jesuitas, el Pontificio Consejo para las Comunicaciones sociales le invitó a participar en la comisión encargada del centenario del cine. A Gubern, curioso hasta el peligro, aquello le pareció una aventura excitante. Ya se sentía como un André Gide, invitado a los Palacios Pontificios. Se trataba de hacer una lista de películas, «la lista» de las películas del Vaticano, y enseguida comenzaron los desencuentros. El Vaticano buscaba cintas con valores cristianos. Y, como le dijo en una ocasión el cardenal Foley, no se trataba de poner a la misma altura a Jesucristo y al indio Gerónimo. Los dos podían compartir sala en una sesión matinal, pero nunca en los renglones de la lista de las películas salvadas del siglo.
Las reuniones empezaban con el rezo de un Padrenuestro y una jaculatoria. El cardenal Foley lo debió de pasar tan bien como Gubern, porque según el autor no ahorraba carcajadas cada vez que Román se salía de lo canónico. Uno puede pensar que llevaron a Gubern como pretexto, como muestra laica, como sparring para medir la fortaleza de las recomendaciones cinéfilas vaticanas. El autor adopta en su viaje por el Vaticano la misma mirada perpleja de Mark Twain en Un americano en la corte del rey Arturo, punto de vista que acentúa el humor, aunque les advierto que para alguien educado por la Compañía de Jesús la capacidad de sorpresa al recorrer la intimidad de la curia está bastante atenuada.
Las alabardas de la Guardia suiza
El texto de Un cinéfilo en el Vaticano no consigue trasladar toda la profunda excitación que sintió Gubern en sus pasos por el Vaticano, los saludos de la Guardia Suiza, y esa efervescencia que experimentó cuando el oficial de la Guardia le dijo Avanti mientras apartaba la rígida alabarda con la que cortan el paso esos oficiales vestidos por Miguel Ángel, con el uniforme más colorido y gayo de los ejércitos. Gubern confiesa que solo pudo colocar entre las películas que el Vaticano salvaba de los cien años de cine La Strada de Fellini. La semilla del diablo se quedó fuera, y su texto sobre el cine y la universidad no provocó el más mínimo interés entre cardenales y monseñores.
Hay otra anécdota en Un cinéfilo en el Vaticano que demuestra la tesis que mantenemos desde el inicio. De viaje en Barcelona, a Gubern le preguntaron en la prensa catalana por sus andanzas entre los apuestos guardias suizos, y él confesó sus desvelos y sus afanes, y dio detalles de cómo estaban buscando un santo patrón para el cine. Los cardenales de la Curia pararon lo del patrón de forma inmediata para evitar un tumulto de sugerencias que habrían desembocado en un debate mundial. De regreso al Vaticano, el cardenal laico del cine tardó muy poco en darse cuenta de que había metido la pata, de que era un hombre bajo sospecha, no por laico, sino por correveidile, por lenguaraz, por chismorrero y alcahuete.