Los espíritus de Fellini. José Luis de Vilallonga. Elba editorial
Federico Fellini era el dios de un universo propio. Es el mundo que nace en Rimini, donde se encuentran las imágenes que evocan sus sueños: “Tuve una infancia mágica dominada por tres elementos: el mar, el circo, la Iglesia”. Fellini era un fabulador, un soñador. Su obra va más allá de la realidad. Los espíritus de Fellini es un pequeño libro que encierra el resultado de una gran conversación. Es un libro para adictos a Fellini, pero también para los sibaritas de la entrevista. En estas páginas el género alcanza una altura magnífica. El Mar, el Circo, la Iglesia, son los tres grandes temas a los que el director italiano aplica una mirada tierna, irónica, perpleja.
Rímini y Fellini
“Nunca vuelvo a gusto a Rímini – decía Fellini- es como una parálisis. El retorno me parece sobre todo una complaciente y masoquista insistencia en la memoria: algo teatral, literario. Un encanto turbio, somnoliento. Pero no logro considerar Rímini como un hecho objetivo. Es más bien una dimensión de la memoria”. Esa dimensión se explora en Amarcord, mezcla de realidad y de sueños. En la cinta desfilan los personajes que pueblan el primer imaginario de Fellini: el tío indolente, el padre colérico, la mamma excesiva, la prostituta que habita en un chamizo en la playa, y un colegio con profesores lunáticos, inverosímiles.
En las primeras páginas de Los espíritus de Fellini, el director recorre la memoria localizada en esa ciudad “itálica y feudal, fabulosa.” Y se detiene en la figura de i vitelloni, que fue el centro de una de sus primeras películas. Se podría traducir por “señoritos”, pero no es exactamente eso. Un vitellone es un ser ocioso, improductivo, indolente, desilusionado y soñador. Un producto típicamente italiano, que mira con ojos bovinos la carne extranjera que se tuesta en la playa.
Anita Ekberg y la Saraghina
“Así que el vitellone avispado cuidará su apariencia con un amor, que puede parecer desmedido, cuando en realidad obedece a la más pura lógica. Sus zapatos resplandecerán como soles. La raya del pantalón se guiará por la más estricta geometría. Sus camisas herirán la vista con su blancura inmaculada. Durante todo el verano, la madre, la hermana y a menudo la mujer o la amante del vitellone lavarán o plancharán los trapos de su hombre para que este pueda sacar todas las ventajas posibles de una belleza que pondrá y volverá aponer sin cesar en el mercado”.
Un día Fellini es abrazado por una de esas walkirias de pechos ubérrimos, y el temblor de la experiencia se convierte en un sueño febril. Un delirio que se hará realidad cuando conozca a Anita Ekberg, a la que bañará una noche entre las hembras colosales de la Fontana de Trevi. Antes había sido la Saraghina, una prostituta de muslos gigantescos que ejercía en la playa, a la que Fellini y sus amigos pagan por un número de exhibiciones de unos glúteos de inmensa voluptuosidad.
El primer amor de Fellini
Fellini explica a Vilallonga su relación con la Iglesia (“me provoca un miedo grande y sordo”) pero no se reconoce como ateo: “cuando se es italiano, la Iglesia no se discute. Uno se acomoda a ella”. Reprocha a la Iglesia, y sobre todo a su confesor el sentimiento de culpa por sus primeros pecados, y el temor a un castigo desproporcionado.
En la entrevista rememora su primer amor, con Bianchina, sus planes de fuga, sus primeros trabajos como periodista en Florencia, en la redacción de un periódico fundado por un sastre que se había nombrado a la vez presidencia, director y redactor jefe. El primer encargo de Fellini fue un consultorio sentimental. De la época del fascismo dice que elevó la imbecilidad al rango de pensamiento político. Y evoca su fascinación por el circo, “porque el circo es, ante todo, el espectáculo de la vida”.
Fantasmas, espíritus vitales, los “espíritus de Fellini” son los que pueblan esta conversación, en la que Vilallonga es simplemente un chamán, un evocador, un agente que anota los sucesos de una ceremonia en la que Fellini pasa noches de insomnio en las que llama a su amigo José Luis para contarle cómo en su mente están danzando los curas, los saltimbanquis, las mujeres que te estrechan en un abrazo fuerte y maternal. Este es un libro breve, sabio, delicioso, por el que pasa, cómo no, la figura breve, discreta de Giulietta Masina: «Federico, te he dicho mil veces que no hables del fascismo antes de almorzar. Luego tienes mala digestión».
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