Mi padre y su museo. Marina Tsvietáieva. Traducción de Selma Ancira. Acantilado
En su exilio de París, en el que malvivía de las traducciones que le encargaba Boris Pasternak, Marina Tsvietáieva escribe sus recuerdos. Los elabora. En este pequeño tomo, la escritora evoca los afanes de su padre para construir un museo que llevara el nombre del zar Alejandro III. Iván Tsvietáiev fue un profesor universitario que dedicó el tramo final de su vida a la fundación del museo de bellas artes de Moscú, lo que hoy se conoce como el Museo Puschkin.
Memoria y recuerdo
La prosa de Tsvietáieva es una muestra de su extrema sensibilidad. Avanza a fogonazos, percibe la realidad en imágenes sobre la impresión que le producen los hechos, las cosas, el destello plateado de una jarra que se cae, el contraste, y los objetos que transitan por delante de sus ojos. El centro de estos relatos es el padre, muerto en agosto de 1913, un año y tres meses después de que se inaugurara el museo al que había entregado todos sus afanes en los últimos años de su vida.
Y en exilio, Tsvietáieva elabora el recuerdo en busca de un sentido, hasta encontrarlo. El padre era austero, asceta, evitaba el gasto, le daba una vuelta al tejido de la levita antes que comprarse una nueva. El padre era la avaricia: «avaricia del asceta que encuentra todo demasiado bueno para él cuerpo, y nada demasiado bueno para él, espíritu. Que ha elegido entre la materia y el espíritu» «Avaricia de todo ser que tiene una vida espiritual y que simple y llanamente no necesita nada» Y recuerda el desapego natural de Tolstoi hacia los bienes terrestres. En ese legado, la autora se reconoce: «si estoy orgullosa de algo, es de haber nacido de padres que jamás se aprovecharon de nada – material, y de todo- lo espiritual. Espero haber legado este orgullo a mi hijo».
Prosa musical
A esa explicación de la avaricia como un desprendimiento de lo material añado entre las páginas deslumbrantes de este pequeño libro la descripción del día de la inauguración, con las salas llenas de damas y dignatarios: «El verdadero museo, con todo el frío de esa palabra, no estaba en lo que los rodeaba, sino en ellos, era -ellos, eran-ellos». Poco después llega la emperatriz Maria Fiódorovna: «Zambullimiento, movimiento de cabeza. En esas zambullidas hay algo acuático. Así se zambullen las algas en el fondo de Kítezh…» La prosa de Tsvietáieva es música, la que aprendió de su madre. Poesía, en esta mujer que aseguraba que todo lo que amaba, todo lo que había aprendido se mostró en su siete primeros años de vida. De su madre, la música; de su padre, la palabra.
Recuerdos como los que contiene este libro movieron a Tsvietáieva a volver a Moscú. Allí le esperaba el horror: su marido será acusado de espionaje y fusilado; su hija Ariadna, enviada embarazada a un campo de trabajo. Ella misma, será purgada y terminará en el exilio en el oscuro pueblo de Yelábuga, junto a su hijo Mur, su gran pasión. Allí, desesperada y tras negársele un trabajo como friegaplatos en la cantina de la Casa de escritores, en el crepúsculo, como ya había escrito en sus versos, se suicida. “Y a mí discúlpeme –no pude más”, dejó escrito. De la traducción, solo podemos decir que es otro ejercicio magistral de matices, de ritmo, de Selma Ancira.
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