Morandi. Resonancia infinita, en la Fundación Mapfre, es una gran oportunidad de hacer un recorrido por toda la obra de uno de los pintores más singulares del siglo XX. Giorgio Morandi (Bolonia, 1890-1964) es inclasificable. Morandi es solo Morandi, aunque en sus primeros pasos demuestre la influencia de la pintura metafísica, del cubismo o de la corriente que nace con fuerza en Cézanne. Apenas viajó fuera de Italia, y pasó toda su vida en su taller, que era su casa, en la Via Fondazza de Bolonia. Su proyecto, al que dedicó toda su vida, se alimenta de objetos cotidianos, de los paisajes que ve desde su casa, de las cosas que tiene a mano. Con ellos construye, como afirma Ardengo Soffici «un conjunto armonioso de colores, formas y volúmenes que obedecen exclusivamente a las leyes de la unidad, como la belleza de los acordes». La muestra dialoga además con algunos pintores y escultores en los que la huella de Morandi es profunda, como Aquerreta o Bertozzi.
Morandi conocía bien las vanguardias y en sus inicios como pintor se deja seducir por sus vientos de novedad. El pintor estudió en la Academia de Bellas Artes de Bolonia. Por sus aulas pasó entre los 17 y los 23 años. Desarrolla una curiosidad por el impresionismo y por el postimpresionismo. Le llama la atención el cubismo, el de Braque y el de Picasso. También el futurismo de Boccioni, de Carrá. Era el movimiento más pujante en el arte, y se desarrollaba muy cerca de Morandi, en Florencia, en Bolonia. La guerra es para Morandi un momento de ruptura. Es llamado a filas en cuanto estalla la primera Guerra mundial, pero el ejército le considera no apto para el combate. A su regreso a casa, rompe toda su obra anterior.
Es en esa época cuando Morandi entra en contacto con la pintura de Giorgio de Chirico y de Carrá, la llamada pintura metafísica. Pero a su regreso de una estancia con los pintores en Ferrara, se encierra en su casa en busca de un lenguaje propio. Lo expresa en los bodegones, naturalezas muertas, o paisajes en los que priman lienzos de pared, algún balcón, encuadres poco comunes. Son cuadros casi abstractos, de un pintor que reconocía que toda la realidad participa de la abstracción. Cultiva el dibujo, el grabado.
La muestra se abre con pinturas en las que se percibe la huella de Cézanne en una Naturaleza muerta de 1914, y algunos paisajes de esa misma época de un pueblo de los Apeninos. Sigue por la influencia de la pintura metafísica. No se trata para Morandi de colocar juntos objetos que nada tienen en común sino de ejecutar cuadros que son «puras naturalezas muertas y nunca pretenden sugerir consideraciones metafísicas, surrealistas, psicológicas o literarias. Mis maniquíes de sastre, por ejemplo, son objetos como cualesquiera otros y nunca los elegí para que sugirieran representaciones simbólicas de seres humanos, o caracteres legendarios o mitológicos».
En El timbre autónomo del grabado asistimos al dominio del grabado, una disciplina en a que también busca su lenguaje propio, y consigue dominarla hasta lograr expresar los blancos y unas tonalidades de grises y negros sorprendentes. Como en su pintura, los objetos pierden la materia hasta convertirse en vibraciones de color, tonos musicales de acordes más complejos. Morandi explora el silencio de los objetos cotidianos, las variaciones de la luz y del espacio en la reunión de cajas, botellas, jarrones en un baile de posibilidades infinitas, siempre en armonía, en la quietud eterna de las cosas.
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