Viernes 22 de octubre. Ávila. Entre mascarillas, que apenas permitían reconocernos, Luciano Díaz-Castilla inauguró una exposición que lleva el título de «Toda una vida», como si el bolero que ha bailado con el arte siguiera sonando hasta la eternidad. No es que se haya cerrado la música, sino que Luciano, mirando desde la estación de los 81 años, repasa su vida a través de los dibujos, la evolución de su arte, los motivos que ha elegido para esa transfiguración que es convertir lo real en forma y color, en luz pasada por el tamiz de la conciencia. Como escribe Sánchez Rodríguez en el cartón que te entregan en la entrada, la exposición es «el relato de un tiempo ya embridado, el testimonio de una trayectoria impecable que con el transcurso de 81 años es testamento vital de una creatividad leal al espíritu que gobierna la mano, de una autenticidad indubitada que trasciende para desde el hoy, posibilitar que germine una improvisada eternidad…. entonces estamos ante el prodigio»
Un prodigio que ha buscado el sentido más auténtico de la vida a través del arte, desde sus primeros dibujos. Se despliega en la muestra el primer cuaderno de dibujo del niño Luciano. Habrá que recordar que en la Castilla de aquella época, como en la Navarra o en la Andalucía de aquel tiempo, un cuaderno y un lápiz eran objetos escasos que daban pasaporte para la imaginación o para el estudio. Promesas de una vida mejor. Muy cerca de ese cuaderno están los libros en los que Díaz-Castilla ha ido agrupando sus dibujos, siempre con la marca de sus búsquedas: la compañía de Teresa de Ávila, las noches de San Juan de la Cruz, la presencia del Ángel de la Guarda, citado en su discurso de presentación, o la exploración del rostro de las gentes de Castilla.
Sorprenderá a los abonados a la etiqueta de la sobriedad castellana la visión de Díaz-Castilla de las meninas. Una colección de sus dibujos de niñas velazqueñas estalla en colores y en juego de formas. Luciano es pintor de vida sencilla, recogida en una aldea cercana a Piedrahita, atesora valores viejos, por sabios, pero en su alma de pintor los colores son una sinfonía que celebra la luz, como si fuera una fiesta permanente. Miren si no los pájaros, ese ave mística, encaramada en dibujos de formato vertical, que en la visión de Díaz-Castilla son la conexión entre la tierra y el cielo, entre lo mundano y su aspiración a la trascendencia.
Hay muchos dibujos, porque son los de toda una vida. No están todos, porque Luciano es pintor de una producción vasta, constante. No por afán de riqueza, sino porque como repite en sus discursos, el arte es algo que sale, que brota, como una fuente, y basta un papel y un lápiz o pincel para que el artista exprese con sus gestos lo que está dentro. Pero entre esos muchos dibujos hay algunos especiales. Está por ejemplo el retrato de su padre, un dibujo con carbón del padre minero, la boina calada, los ojos cerrados, en una actitud de entre recogimiento y cansancio, de fatiga de la vida y mirada interior. El artista mira desde un ángulo superior al sujeto, que está como metido en el silencio, en una noche oscura. El gesto del padre es sereno, y diría que anticipa la muerte, pero está vivo, quizá hasta abraza el más allá como una promesa de una vida menos dura.
Y está Ávila, y está Teresa. Ávila como esa ciudad que Díaz-Castilla puede trazar a ciegas con cuatro golpes de carbón, y Teresa como esa presencia nómada que transforma todo allá por donde pasa. Hay paisajes, gentes de campo de piel pétrea y mirada eterna, y cabras que suben a los riscos. Todo en Díaz-Castilla nos lleva a un mundo superior, sin olvidar que estamos hechos de materia terrenal, pero que llevamos dentro un alma que busca trascender y hallar el todo, a través de la forma, de color, en su caso de la pintura.
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