Peregrinos de lo absoluto. Una experiencia mística. Rafael Narbona. Prólogo de Javier Gomá. Editorial Taugenit
En Peregrinos del absoluto conviven los místicos que abrazan la divinidad y los que se entregan a la nada. Es el mismo impulso el que les anima: la sed de verdad, la búsqueda de los límites, la experiencia del absoluto. Teresa de Jesús y Blaise Pascal, Simone Weill y Thomas Merton, Rilke, Kierkegard, Blake, pero también Cioran y Georges Bataille. En ese contraste está el valor de este libro, enorme, escrito con una claridad que deslumbra. Exprimir la esencia de una literatura tan oscura y fría como la de Bataille y hacerla comprensible para el lector es una tarea que exige habilidades pedagógicas sobresalientes, y una prosa dominada hasta convertir en cristal los brazos de esa medusa que era Bataille, un escritor al que Sartre despreciaba, y que, sin embargo, encarnaba la «mirada medusea» que cosifica lo aprehendido, tan sartreano. ¿Se vería Jean Paul en Bataille como en un espejo?
La mística nos conecta con el misterio. Y desde las primeras líneas, Narbona establece que vamos a hacer un viaje por los escritores que se han asomado al límite, desde los acantilados del corazón, a través no de la razón, sino de aquello que Zubiri llamó la inteligencia sentiente. La mística, dice Javier Gomá en el prólogo, «nos descubre una grandeza abarcadora que está más allá de las cosas humanas y con respecto a la cual estas, anudadas entre sí, toman los contornos que le son propios».
Lo místico, «desborda los cauces por los que discurre la normalidad humana y da a parar a lo inefable, lo indecible, lo indefinible, lo inabarcable, confundiéndose en las aguas de esta inmensidad». Peregrinos del absoluto aborda doce caminos, doce testimonios, algunos tan cercanos como el siglo XX. Doce místicos que usaron la literatura para dar cuenta de esa experiencia extrema, en el borde del abismo. El resultado es un libro de una enorme belleza, que ilumina la experiencia mística de los retratados con una prosa clara, que avanza con una facilidad natural.
El impulso místico forma parte de nuestra naturaleza. Somos, como dice Gomá, individuos singulares abiertos a la totalidad del ser, somos aptos para concebir un absoluto que está «por encima de antinomias irresolubles que afligen nuestra experiencia». Y la naturaleza tiene puertas, a veces abiertas. La mística, afirma Narbona, «golpea esas puertas y obtiene una respuesta que puede despertar asombro, veneración o incredulidad, si bien siempre es la misma». En efecto, cado uno de los viajes místicos, de las experiencias tratadas, tiene un acento, un camino, una forma de entregarse al misterio.
En la introducción a Peregrinos de la absoluto, Narbona matiza muy bien la mística y sacude el concepto de nociones adheridas por la opinión vulgar. Muchos la asocian a la quietud: «la experiencia mística no nos pide un quietismo estéril, sino habitar la realidad de otra manera». Teresa de Jesús está asociada en el libro a la mística de la alegría, Juan de la Cruz a la del desamparo. Ambos ponen el acento, sin embargo, en una profunda mirada interior para descubrir el rostro divino.
Pascal, el prodigio francés de la razón y las matemáticas, descubre los límites de la razón y la potencia del corazón para acercarse a la verdad del misterio. William Blake se sube al absoluto a través de la imaginación. Kierkegaard por las veredas de la libertad, Unamuno por los tormentos de la duda. Los místicos, dice Narbona, tienen todos en común la libertad radical, el inconformismo, el fervor, la sinceridad. La mística de la fragilidad de Rilke tiene por escenario la noche, y una profunda nostalgia del seno materno.
Pero las vías místicas también desembocan en la muerte o en la nada. Para ejemplo, están los casos, fascinantes, de Bataille y de Cioran. El primero escapa de la cárcel del yo a través de los desórdenes violentos de la pasión y la muerte. Hijo filosófico de Nietzsche y de Sade, se dedicó a acumular excesos y desencantos. Solo los reyes y los delincuentes sienten la libertad total. La obra de Bataille, de una gran belleza poética, cosifica al otro, y presagia el destino de Auschwitz. Belleza como la de la prosa de Cioran, que escribió toda su vida sobre las cimas de la desesperación, como un santo dedicado a la nada, entregado con fervor a lo absurdo, «un melancólico que ahogó su tristeza en insolencias, paradojas y exabruptos».
En Peregrinos del absoluto estremecen los itinerarios místicos de Simone Weill, de Etty Hillesum y de Thomas Merton. Los dos primeros por su entrega absoluta al otro en las condiciones más extremas de persecución. Hillesum tiene su corazón abierto con alegría a los sedientos y los hambrientos. Sabe que será aniquilada. No cambia. No tolera que el sufrimiento compartido ahogue la capacidad de sentir alegría por la vida dada. Merton encuentra el rostro de Cristo en la soledad, en el trabajo, en el silencio.
Narbona apunta al inicio del libro la idea de que para los creyentes, «ser místico ya no será una posibilidad, sino una necesidad en un mañana que empuja a los dioses hacia un exilio sin grandeza». En el libro deja claro cuáles son las notas que esa vía mística debe seguir: apertura al otro, búsqueda de la divinidad en nuestros semejantes, la alegría, la verdad desnuda de los corazones limpios y el aprecio de toda experiencia religiosa.
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