Esta vez hemos entrado en Portugal por una carretera remota, una ruta que bordea Plasencia para perderse después por rutas comarcales, lejos de las autovías. El camino atraviesa un río por un puente que parece más una pasarela, a ras del cauce, escaso hasta alcanzar la miseria del agua en agosto. Se entra en Portugal por un paisaje de alcornoques, suelos quemados por el sol y una soledad inmensa en la que apenas se adivinan los caseríos, lejanos y ocultos. A nuestro lado de la frontera están las plazas ruidosas del mediodía. Al otro, el silencio, el gesto discreto, y los horarios de comer británicos. Horas después, llegamos a una costa casi vacía de grandes playas de arena granulosa, donde los surfistas buscan los tubos y unas pocas familias sestean después de vaciar una nevera portátil cargada con vino, bocadillos de carne de cerdo y croquetas de bacalao. Entre Peniche y Consolaçao, escribimos esta carta de amor a Portugal.
Entre Peniche y Consolaçao hay cuatro kilómetros de playa ocupada tan solo en las proximidades de la pequeña población de Consolaçao, vacía como una playa virgen en las orillas cercanas a Peniche. Algo así como una costa española de los años setenta, pero con banderas azules de calidad. Para entrar la parte más poblada de la playa hay que atravesar unas viviendas, un pequeño mercado de verduras y pescado, o bajar desde una plaza que termina en una pequeña fortaleza abierta sobre el acantilado.
En el pequeño arco sobre la arena hay un club, y muchas casetas de tela rayada, colocadas en hilera, como un ejército de romanos, para evitar los golpes de viento. Mientras España arde de calor, la temperatura máxima en estas orillas del Atántico no pasa de 22 grados. Un lujo sin masificación. Se duerme con manta, y el primer paseo por la costa, muy de mañana, se comienza con 18 grados y una brisa del norte que riza el agua fría del mar.
A la playa que termina en Peniche le llaman de supertubos porque los vaivenes del agua forman en otoño unos rizos colosales por los que los surfistas intentan atravesar verticales sobre la tabla. La playa está vacía porque para llegar hasta la arena hay que atravesar un par de kilómetros de campos asilvestrados, sin rastro de urbanización. La piqueta y el hormigón tienen en esta zona una presencia discreta, moderada, humilde, sin aspavientos.
Cuando el veraneante quiere ciudad, se acerca a Peniche, se asoma a los abismos del cabo Carvoeiro, o deambula por las tiendas de surf. Tiene Peniche su fortaleza, en otro tiempo prisión, hoy dedicada a la historia de la resistencia contra la dictadura de Salazar. Tiene un museo del encaje de bolillos, y unas tiendas donde puedes comprar jerseys hechos a mano, para la mar o para los inviernos, en el caso de que vuelvan. Hay cafés que tientan con la excelente pastelería lusa, y un mercado de abastos, el único lugar donde los vendedores levantan la voz para colocar unas calabazas, o unos melocotones.
Pero el gran lujo de estas costas lo encontramos en Consolaçao. Una placa, cerca de la parroquia, recuerda al notable del pueblo que comenzó a desarrollar esta costa, allá por los años sesenta. El pueblo tiene apenas quinientos metros de fondo, y una forma de cuña sobre el mar. Dos tiendas de ultramarinos, dos panaderías, una pizzería y una tienda de libros de segunda mano atienden las necesidades de la población. Y nada más, salvo un restaurante, Umami, la aventura de Fabio y Joel, dos jóvenes que hacen una cocina fresca y novedosa, sin olvidar las raíces portuguesas. El pulpo, los pescados de roca, las caldeiradas, son ejecuciones perfectas, pero el día que colocan un cartel en la vitrina con el aviso de que hay sardinas, la parroquia, numerosa, se lanza a por ese pescado que resume en un solo ejemplar toda la complejidad del océano. La vista desde Umami es espléndida: todo el océano, y unas puestas de sol inolvidables. Desde su terraza escribimos esta carta de amor a Portugal, un país civilizado, discreto, amable, cordial sin falsedades. Un lugar sin postureo.