Viaje a Grecia. Mario Praz. Epílogo de Marcello Staglieno. Traducción de José Ramón Monreal. Elba editorial
Con una sorprendente mezcla de frescura y erudición, desparpajo y humor, Praz anota y relata el viaje que hizo a Grecia en 1931. El primer punto del libro es el contraste entre la miseria presente y el esplendor clásico. La historia y el arte nos han legado una imagen que contrasta con la Grecia que contempla Praz, desolado hasta el punto de proclamar que, en efecto, se necesitan misiones para ir a Grecia, pero para que se encarguen no de aflorar los restos del pasado sino de demoler lo construido en la Edad Moderna. Lo pintoresco ha desaparecido, y solo queda el detritus.
Lo cierto es que Mario Praz inicia el viaje con unas cuantas sacudidas, no solo por el contraste entre la belleza del mundo de Pericles y la miseria contemporánea: «¿por qué leyendo a los griegos, o contemplando sus estatuas, me había formado la idea de una tierra de amenas costas armoniosas, con suaves colinas y tal vez aquí y allá alguna montaña decorativa, más o menos como en los versos de Baudelaire?» A Praz la erudición le brota de una forma espontánea, pero en este relato de viaje está compensada por la impresión primera, por el detalle humorístico, por la ironía. Así las citas no forman una red tupida que complique el relato, y el lector disfruta de algunas asociaciones sorprendentes, como la que vincula el arte minoico con el japonés.
Escrito con un estilo de un desenfado ligero y a ratos canalla, Praz no vacila en hincar el colmillo de su ironía contra el trabajo de algunos restauradores en el templo cretense de Cnosos: «comienzan por poner la primera piedra no auténtica, y tras la piedra una columna, y tras la columna un pórtico, y luego reavivan un color, completan un vestigio de fresco…. y he aquí que su sueño se encarna en torno a ellos: he aquí ante los ojos, no ya sólo ante la imaginación, resurgir el palacio antiguo, con sus asientos, sus columnas, sus altas ventanas». E imagina al visitante extranjero expresar su sorpresa ante un decorado similar al de un estudio de cine de Hollywood.
Praz anota todo detalle pintoresco que encuentra en el camino, y sobre todo aquellos de estética cruda, que escandalizan a las señoras norteamericanas, como el embarque de una piara de cerdas, cargadas en el barco como un racimo, atadas por las patas, cerdas que chillan espantadas mientras las damas corren por la cubierta para esconderse del espectáculo. Pero donde brilla con destellos la prosa de Praz es en la descripción. En esto resulta ser un maestro, de una elegancia precisa, de una capacidad evocadora de una densa intensidad poética. Sin espasmos. Porque después de describir la Venud de Cnido, ese «mármol seductor» nos recordará que todas las estaturas que admiramos desde el Renacimiento son en realidad copias, o copias de copias, «versiones de un mármol más barato que los costosos bronces» originales. «Creíamos haber heredado un museo y nos encontramos en cambio con un almacén de copias». Pero, ¿qué es Grecia? ¿Es la del viaje de Mario Praz? El autor concluye en la despedida que es más grande que todo eso, «nosotros los occidentales la llevamos en el alma incluso bajo las más inhóspitas latitudes».