La conversación comienza en torno a una lámina de Pedro Pablo Rubens: Las tres gracias. Cuando Lita, una niña, vio por vez primera el cuadro, dijo que quería pintar eso, que quería pintar así: «gente feliz gente que vive, en el fondo El Prado está lleno de gente como nosotros, que sufre, que sonríe, que vive, aquí está el catálogo de lo humano, de todo lo que somos, y eso es lo que me interesa»
Para entonces la niña era un ser acogido en otra familia. De vuelta a casa se ocuparon de que tuviera un pintor como maestro: «Me sacó los lápices y los carboncillos y me enseñó primero a dibujar, pero yo no quería grises, yo quería pintar con color. El primer ejercicio fue de paciencia». Pero hay un punto en el desarrollo del artista en el que «tienes que olvidar lo aprendido, y dejar que el arte se mueva con libertad, se desarrolle, porque el arte es algo orgánico, es un proceso, si el arte se queda quieto se seca».
Entre Goya y Camarón
Lita conversa en El Prado, ante un auditorio que escucha en silencio. Se somete a preguntas que buscan entender el movimiento interno en el que se generan los cuadros de la pintora más cotizada del arte español actual: «yo tengo dos grandes maestros, que son Goya y Camarón. Goya es el guardia civil de la ética, el pintor que nos enseña a observar la realidad, que nos obliga a mirar nuestro tiempo. Y Camarón es el que me pone el ritmo y el tono. La voz de Camarón tiene colores. Yo por ejemplo, los negros que uso, que utilizo catorce tipos de negros, los he sacado de la voz de Camarón».
El dolor como belleza
Hay otro maestros. De Caravaggio Lita aprendió que el sufrimiento, el dolor, por muy terrible que sea, guarda una profunda belleza. Se reconoce pintora de entrañas y esto, afirma, también se lo inspira el cante de Camarón: el arte es algo que sale de lo profundo, de una genética que no es solo física, es también una genética social, intelectual. Y asegura que todos los retratos en el fondo son autorretratos, porque el pintor busca en los demás el reconocer algo de lo que lleva dentro. La pintora se extiende luego en la explicación de su pasión por Rothko: «sus pinturas son profundamente espirituales, y te pueden emocionar, te pueden llevar hasta las lágrimas. Esa es la magia del arte de Rothko, que tiene una vibración y una intensidad humanas. No es solo un campo de color rojo y una zona amarilla Puedes tener la tentación de pensar que eso lo pinto yo en diez minutos, pero para lograr esa vibración del color tienes que tener en cuenta que, por ejemplo, el amarillo está compuesto por veinte tipos de amarillo «
Se siente una mujer renacentista, que pinta como los pintores del Cinquecento: «mi estudio es un lugar lleno de materiales, y mi equipo es como una familia. Algunos comenzaron conmigo cuando no les podía pagar, pero querían trabajar conmigo, y solo pedían una cama y comida. Hoy siguen conmigo. Yo necesito tener un equipo de gente que trabaja, porque además me rompo un par de veces al día, y ellos son los que me recomponen».
Hay una pregunta oportunista en la conversación. El presentador lo advierte antes de formularla. Inquiere sobre la influencia de la condición femenina en la obra de la pintora. La respuesta es la más breve de todas las pronunciadas en una charla de una hora: «El arte está por encima del ser mujer». Y el auditorio, por una vez en la sesión, estalla en un largo aplauso.
La sesión termina con algo teatral. Cabellut ha incorporado a sus obras el deterioro, el paso del tiempo, las heridas. Pinta sus cuadros, los deja reposar, y después los somete a un proceso de destrucción arbitrario, instintivo. Ante el auditorio descolgó un cuadro, un retrato pintado por ella misma. Enrolló la tela, la plegó, la golpeó. Y luego la volvió a clavar en el bastidor. Sobre la mesa quedaron los restos del oleo maltratado, escombros de un retrato, y en el caballete un rostro, como sacudido por el terremoto de los siglos. Algunos se acercaban a la mesa a recoger los fragmentos, para guardarlos como fetiches. Lita apuntó que nunca hace esto a la vista del público, pero era una deuda que tenía con El Prado.
foto de portada: Thomas Canet