Será la falta de rodaje, o quizá la ausencia de un estilo, pero lo de Dani García en el cielo de Madrid, en las azoteas del Four Seasons deja un sabor agridulce, una sensación de improvisación, de obra mal terminada. Las piezas no encajan. Lo que se pone sobre la mesa es irreprochable. El estilo de los platos responde al nombre de «brasserie»: una cervecería de ambiente relajado, de sabor urbano, con clientes que acaban de dejar su oficio por unas horas paras charlar, comer y beber en torno a una mesa. Y es la mesa una de las cosas que fallan en esta casa en las alturas desde la que se contempla el Madrid que fue un Madrid de bancos y hoy es un Madrid de hoteles, a la espera de que pasen la peste y las chapuzas. Subimos a las alturas para despedir a un amigo que cruzará el Atlántico a la espera de tiempos mejores. ¿Cómo estará esto en febrero? preguntaba. Y uno espera que para entonces, en la sala de Dani, hayan encontrado un estilo, un tono apasionado, y una atención a la altura de esta séptima planta a la que tan difícil fue subir.
Una entrada de club privado
Uno llegó en el coche de la Reina. Dejaremos su identidad anotada con esa única seña. Es suficiente. En la puerta del Four Seasons nos indicaron que para llegar a las alturas de Dani García hacía falta cruzar una puerta a la izquierda del hotel. En el portal de Dani nos esperaba una recepción donde no basta con decir que tienes una reserva. Dicho el nombre, una mujer estilizada escribe un largo texto en la pantalla del ordenador mientras pasan los minutos, y uno no sabe si la reserva caducó o hace falta alguna contraseña que desconocemos.
Pasaban los minutos. «Les vendrán a buscar», musitó. Nadie vino. Tuvimos que forzar la situación porque la Reina tiene carácter y empuje. Atravesamos el umbral con el temor de hacer algo prohibido. El junco se movió detrás de su mostrador y pulso la llamada del ascensor con la misma expresión con la que habría pulsado la apertura del foso de los cocodrilos. Subimos. Llegamos.
La mínima mesa
La sala es soberbia. La barra es perfecta: dos rectas en triángulo con el vértice curvado. En medio de ese espacio, una montaña de hielo y el lomo de plomo de un pescado que chorrea mar. Las vistas desde los ventanales, a los tejados de Madrid, a la cuadriga de Higinio Basterra que remata lo que fuera el edificio del BBVA.
En el interior, la mesas guardan una distancia higiénica y canónica. Pero son tan pequeñas que ellas no hay espacio ni comodidad. Las debieron de comprar en una almoneda, restos de una guardería. La nuestra es redonda y jibarizada. La de al lado, para dos, es tan pequeña que los que comen en ella deben tener siempre algo en la mano para evitar que platos y vasos se desborden por los límites de baldosa de la mesa.
Un poco más de atención
En la sala se percibe una falta de atención y de coordinación del personal. La virtud fundamental de un camarero es la atención. Percibir sin necesidad de que el cliente abra la boca. Anticiparse a las necesidades. Buscar la extrema comodidad de quien se ha sentado para pasar un rato de buena charla y buena mesa. Desplegar un entusiasmo apasionado para enseñar las vistas de una terraza, sin que el invitado tenga la sensación de que tiene que pedir perdón por asomarse al cielo de Madrid.
Comimos bien en lo de Dani García. Unos calamares a la andaluza de libro, un arroz meloso con verduras y guisantes que fue el centro de comentarios entusiastas de la Reina y que atenuaron su inquietud por las estrecheces de la tabla. Un cordero asado con quinoa delicioso, y un atún en su punto, carnoso y fresco. El postre, sorprendente: flan de albahaca con helado de pera y piñones. NO hubo vino, que la tarde es larga y hay que tener la cabeza fría para navegar por este Madrid lleno de trampas. Las piezas no encajan en Dani. Unas son de club privado, otras de restaurante tres estrellas, las hay de brasserie y las tienen también de bistrot. Un puzzle sin armonía.
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