Beatriz de Moura: «Todo es azar, salvo el talento y la inteligencia»

Del libro "Cuéntame algo bueno. Conversaciones con mujeres, de Alfredo Urdaci y Ludiana editores

Su despacho son libros, dos ventanas a una Barcelona en primavera y una secretaria, María José, con una cordialidad maternal que siembra la  mesa  de  café y  agua. Libros en cajas y en estanterías donde se ordena lo más reciente de Tusquets, una editorial que Beatriz de Moura creó y a la que puso el apellido de su primer marido. Frente a su mesa, una foto   de Albert Camus: “siempre va conmigo. Hay en la sala un aire de mudanza, de estación provisional. Confiesa que ha ido achicando espacios, y se ha quedado con sus pasiones elementales. Tiene un verbo torrencial y desinhibido que solo se detiene para intercalar una risa profunda, como un palomar alborotado.

Hablemos de libros. El libro, el de papel, resiste. Ha aguantado la crisis, y el electroshock de lo digital.

Una editorial que está bien orientada aguanta cuatro crisis, porque sólo se da cada cuatro una crisis extrema. Esto me lo decía el editor italiano Giulio Einaudi. En Tusquets tuvimos una tercera, durísima, pero, cuando percibí que se acercaba la cuarta, decidí vender. Mi segundo marido (Toni López Lamadrid) había fallecido en 2009 y tres años después me vi en un barco a la deriva, con cuarenta empleados, el personal de América y una estructura bien monta- da… Pero el mundo había cambiado y había que tomar una decisión drástica: pensé que había llegado la hora de vender la editorial al Grupo Planeta, que la recibió aún en pleno vigor, con el espíritu que siempre la había animado y los mismos editors que habían contribuido con rigor a su catálogo. Planeta había sobrevivido muy bien a todas las tormentas y eso, gracias a la inteligencia y habilidad de José Manuel Lara hijo. Los cambios tecnológicos están modificando el mundo editorial, pero ya se perciben los nuevos caminos a seguir según nuevas modalidades de lectura.

Pero se aprende a leer igual que siempre, en la infancia. ¿Cómo fue la suya?

La infancia es clave. Yo, la pasión por los libros se la debo a mi padre. Era un gran lector. Como diplomático que era, una de las cargas que tenía era trasladar su biblioteca de un país a otro. Se reproducía como por encanto donde fuera, sin olvidar su banquito para los pies, donde, de muy niña, yo me sentaba fingiendo leer. He arrastrado de un lado para otro ese banquito toda mi vida, hasta hoy. Aquí está.

¿Qué leía su padre?

Ante todo, historia, pero también filosofía y mucha literatura. Tenía una gran biblioteca de libros que él mandaba encuadernar en tapa dura. Aquella biblioteca fue mi alimento, mi refugio. Ten en cuenta la desorientación de los hijos de diplomáticos. Cada dos o tres años cambias de lengua, de amigos, de  los siempre muy distintos modos de convivencia . Cuando empiezas a amoldarte debes marcharte otra vez. Haces piruetas mentales y anímicas, y aprendes a vivir a sobrevivir a esos cambios tan brutales. Leer me ayudó mucho para seguir dando cierta coherencia a enseñanzas y vivencias tan variadas. La herencia cultural de mi padre me resultó muy útil, aunque me echara de casa a los 19 años, después de una de las muchas discusiones que nos enfrentaron.

¿Por qué?

Yo quería estudiar, trabajar y ganarme la vida. A finales de los cincuenta vivíamos en Barcelona, y mi padre no quería que estudiara en la España de Franco. Yo  quería irme a París, pero mi padre también se opuso porque tenía a París por una ciudad “peligrosa”. Me fui a Suiza. Yo quería vivir sola y vivir a mi aire. Quería ser traductora simultánea, porque es una profesión muy bien remunerada que me permitiría vivir bien. Estudié para eso, pero la primera vez que me puse en una cabina me dijeron que no servía precisamente para eso…

¿Qué hay que tener que usted no tiene?

Tienes que convertir tu cabeza en un robot y tomar distancias con lo que traduces. Si traduces a un japonés hablando en un inglés macarrónico, tienes que trasladar de inmediato ese lenguaje a otro comprensible para el oyente. Tienes que tener mucho conocimiento del tema del que se trata y, a la vez, inventiva para no desvirtuar el tema y hacerlo en segundos. Mi temperamento era, y sigue siendo, más reflexivo. Así que tuve que ‘limitarme’ a la traducción literaria, cuya práctica ya había adquirido en cierto modo desde la infancia. Me abrió un terreno nuevo en una modalidad que me era conocida. Con ello empecé a ganarme  la vida pobremente en Ginebra. Por la noche cuidaba a niños de diplomáticos, y cuando se dormían tenía tiempo para estudiar y trabajar a la vez. Y así aprendí ‘lo que vale un peine’.

Volvamos a la ruptura con su padre

Fue radical y duradera. Habría que remontarse a mi abuelo, que fue un general muy celebrado en Brasil por su enconada oposición al dictador Getulio Vargas. Mi padre había recibido una educación estricta, pero fue el primer hijo en zafarse de la autoridad paterna: eligió la carrera diplomática, que le abrió al mundo y a la libertad. Él también tuvo que buscarse su propia norma de vida. No era creyente, aunque mi madre fuera beata. Entre los dos, yo me sentía más cercana a mi padre. Y en esa familia bifocal, con tareas a veces delicadas y difíciles, entre viajes, fue cómo me formé.

Así que usted con su fuga reprodujo la fuga de su padre.

Sí, pero yo no me fugué; él me echó, y yo me fui y no volví. Mi padre pudo elegir una carrera sin oposición, yo no. Algo más contribuyó a mi formación: la convivencia en lugares extraños, en culturas que no son las propias. Terminada la guerra mundial, desde Ecuador fuimos a Argelia, donde mi padre fue cónsul general de Brasil. Argel era, y sigue siendo, una ciudad bellísima. Yo vivía en la cocina de casa, en libertad. Mis padres pensaban que una niña aprende modales a partir de los doce años, que es cuando me senté por primera vez a su mesa para aprender a comer como en Buckingham. Me escapaba al menor descuido con los hijos del personal de servicio y, con ellos, vivía en la kasbah en total libertad. El barrio de los cónsules era magnífico. Pero en la kasbah estaba la pobreza, vivida según otra religión, en otra forma de concebir el mundo, donde los niños parecían felices: era un mundo fluido en el que todo circulaba. Y de ahí nos fuimos a Roma. Y, de repente, perdí esa libertad. Luego la vida errante de los diplomáticos nos llevó a Chile y otra vez a Brasil, donde, por fin retomé contacto, ya adolescente, con mi propio país, y donde terminé mis estudios en el Liceo Francés de Río de Janeiro.

Barcelona

Llegué por primera vez, en 1956, a Barcelona, una ciudad que, después de la estancia obligada en mi tierra, me pareció apagada, silenciosa y triste. ¡Pero había vuelto, por fin, al Mediterráneo! De hecho, es el Mediterráneo lo que, desde entonces, me ha obligado siempre a regresar a esta ciudad.

¿Recuerda su primer trabajo?

Unos meses después de regresar yo de la Universidad de Ginebra en 1963, Gustavo Gili me dio a traducir un libro de arquitectura al portugués. Gili hacía libros de diseño, de arte, de comunicación. Él había conocido a mi padre  y pensó que yo podía hacer un buen trabajo. Me metió en la “Sala de sabios” (¡así la llamaban!), unos señores muy serios y muy mayores. Entre ellos había un personaje, Juan Eduardo Cirlot, que estaba, como dicen los catalanes, un poco “tocat del bolet”. Tenía una visión del mundo muy amplia, extraña, era medio religioso, adoraba las espadas. De hecho, su casa estaba toda ella decorada con espadas. Era un personaje complicado, pero hicimos buenas migas. Me invitó a cenar en su casa. Una cena de una frugalidad extrema. Pero aquello fue un privilegio que contribuyó por algún tiempo a afirmarme en mi lugar de trabajo. Al fin me encontré a gusto en aquella Barcelona oscura, apagada, silenciosa, donde la gente se comunicaba como a hurtadillas. Pero, casi de la noche a la mañana, me despidieron sin darme razón alguna.

La echan a usted siempre, ¿por qué esta vez?

Fue algo muy traumático para mí. Me había comprado a plazos una moto, precisamente gracias al trabajo en Gili. Por las mañanas, pasaba mucho frío. Alguien me dijo que iba a Andorra y le encargué unas medias gruesas,  de las de lana, que llevan las campesinas. ¡Pues esas medias negras y espesas causaron gran escándalo y bochorno entre los “sabios” de la Gili, pese a que, por disciplina, las mujeres lleváramos un largo delantal que se abrochaba por detrás… Así terminó, tras unos días de incertidumbre, mi primer empleo en la ciudad donde había elegido vivir.

¿Qué tenían sus medias que resucitaban la libido de aquellos sabios?

Esto habría que preguntárselo a los viejitos de la “Sala de sabios”. En aquel inicio de los años sesenta, ya vivía con Óscar Tusquets y empezamos a recibir anónimos de aquellos viejitos que se habían “calentado” con mis medias de campesina. A mí, esto me sorprendió muchísimo porque no pasaba en ningún otro lugar del mundo.

A pesar de todo persistió en Barcelona

Me gustaba, creo, porque todo, en aquel entonces, era difícil y complicado. Tuve la suerte de conocer, precisamente entonces, a la familia Tusquets. Esther, hermana de Óscar, fue quien me enseñó el oficio al que, inconscientemente, estaba destinada . Iba a montar la editorial Lumen en 1964. Mi primer trabajo consistió en traducir los libros del Topo Gigio. Había censura, y tuve que limar expresiones con mucho sigilo para no convertir el Topo en un personajillo absurdo. La batalla contra la Censura era una batalla perdida de antemano, pero Esther no se amilanaba, y eso me animó mucho. De pronto, yo estaba donde siempre había deseado estar: entre libros. Y el mundo de la biblioteca de mi padre volvió, y sentí la armonía, el placer de reencontrarme. Volvía el buen humor entre personas que trabajan y crean algo juntas. Esther era mayor que yo, y con ella aprendí a editar y a montar una editorial, que debe funcionar y tiene que darse a conocer en el mercado. Hay que traducir, tratar con autores, viajar. Y a eso me apunté. Conocí a editores de pequeñas y grandes editoriales francesas, italianas e inglesas. Curiosamente, las inglesas eran muy puritanas, incluso con respecto a lo que la censura aquí señalaba.

Usted salía entonces con Oscar Tusquets

Que en aquella época era todavía un estudiante de arquitectura. Vivimos en un edificio delante de la Casita Blanca, que era una casa de citas conocidísi- ma en Barcelona. Desde la ventana veíamos las sábanas del meublé secándose al viento. Cansados de las trastadas de la portera y del vigilante, al fin nos casamos… por la Iglesia, ¡qué remedio! Me hicieron los papeles en el Consulado de Brasil y la Policía Española, ¡y pagamos trescientas pesetas a la Iglesia! La obsesión del cura era que no aprovecháramos las flores que se habían instalado para una boda ‘como Dios manda’ que iba a celebrarse más tarde. Hasta mediados de los setenta no me sentí lo bastante preparada como para hacer algo por mí misma. El ambiente de la editorial Lumen fue para mí un caldo de cultivo excepcional.

¿Cómo era el trabajo con Esther?

Era una persona complicada, inteligentísima, culta pero áspera. Con ella aprendí cómo se hace un libro desde el principio de una editorial. Esther fundó una de las editoriales más importante de la España de los sesenta y setenta. No se la reconoció como debiera. El padre era médico, pero también se involucró en Lumen. También comprobé que pasaban algunas obras de autores importantes, obras breves, que no admitían el formato tradicional de un libro. Y propuse a Esther aprovecharlas en pequeño formato, divididos en dos líneas de edición: una de ensayo y otra de ficción. Me dijo que, si quería hacerlo, no contara con ella. Fueron los primeros “Cuadernos ínfimos” y “Marginales” de Tusquets Editores. Así que los hice sola, en casa, con el apoyo que nos brindó el padre de Esther, porque él sí percibió que podían atraer a otro tipo de público para Lumen. A partir de entonces, ya no paré.

Así nace Tusquets Editores, con un nombre que no es el suyo.

Mi nombre no figura en ningún lado. El reconocimiento es todo de los Tusquets, porque así debía ser, y lo fue durante 45 años.

A riesgo de que aquello pareciera el trabajo de una señora bien (Beatriz de Moura) que se aburre.

¡Uy, esta leyenda dura hasta hoy! Me da igual. La gente creía que yovivía como una reina. No se trataba de exhibir un esfuerzo, se trataba de que el esfuerzo te fortaleciera, te enriqueciera, ampliara tu conocimiento del mundo. ¡El trabajo editorial se valora tan poco! Y menos aún el intelectual. Además, en aquella época, la mujer no era nada. ¡No podía siquiera firmar ni un talón! Los primeros los firmó mi suegro, o mi marido, incluso ya separados. Lo curioso es que las mujeres que han sobrevivido a todo eso han hecho un trabajo ingente en la sociedad, poco apreciado, porque si no hay “músculo” no se valora.

No ha tenido hijos.

Nunca he querido tenerlos porque me dan pavor. Los niños sufren mucho, mucho más de lo que imaginan los adultos.

Tampoco ha buscado la fama.

Nunca he sentido la necesidad, ni el orgullo, de que mi nombre saliera  en todas partes. Cuando vendí la editorial, les dije a mis colaboradores más cercanos: ahora lo vais a hacer solitos. Ésta fue realmente mi conquista: el haber llegado a los 80 viviendo bastante feliz, haciendo lo que me gustaba.

Me interesa su relación con los autores.

En los tiempos de la Censura, tenía absurdas conversaciones con Samuel Beckett, a veces para pedirle que tan sólo cambiara una palabra. ¡Qué sé yo!, a veces para pedirle que cambiara “culo” por” trasero”. Eran conversaciones de locos. La censura te hacía perder mucho tiempo: ir a Madrid a pelear una palabra, una frase. Todo eran trabas cuando ya había una España hambrienta también de saber.

¿Cómo era Cioran, el filósofo?

Un encanto de persona. Un tipo muy curioso. Venía de un mundo bárbaro, según sus propias palabras. Empezó a viajar por Europa en bicicleta, España incluida. Esto aún me pare increíble. El vivía en una buhardilla en Paris con su mujer. Para entrar en el habitáculo donde trabajaba había que agachar la cabeza. Era un altillo cerca del Odeon. Vivía en ese mundo francés en el que todo le parecía fácil, porque, según él, los argelinos trabajaban a todas horas para que los franceses vivieran sin dar golpe. Parecía bastante feliz viviendo como un desgraciado. Sus libros, no le daban para más. Se había declarado apátrida y esto también le supuso algunas dificultades. Los franceses lo encumbraban como a un pensador francés, pero eso no mejoraba su modus vivendi. Sus editores en Gallimard, que nunca fueron muy pródigos, le ‘soltaban’ de vez en cuando algo de dinero.

La avaricia, un rasgo muy francés.

Pese a todo, permitieron a un tipo como Cioran pensar y publicar libremente. Es que él parecía tener adoración por los libros. Cuando los recibía, disfrutaba como un niño. Eso ya le bastaba para seguir escribiendo a su aire.

«Marguerite Duras era muy bruta»

Marguerite Duras

Era muy bruta. Pero siempre me pregunto ¿qué parte de ella era una  mise en scène? No lo sé, ni me importaba, porque me caía bien. Hay gente que presume de haber tenido largas conversaciones con la Duras. Yo me río. Abo- rrecía conversar. Le costaba aguantar una conversación. De entrada te cortaba siempre, como si le importara muy poco lo que dijeras. Yo no conseguí hablar mucho con ella hasta cuando tuve que verla varias veces mientras preparábamos la edición española de El amante. Elegí un retrato suyo de juventud que encontré entre un montón de fotos que desplegó ante mí. Con su frágil voz de mando me dijo: “Oui, voilà, c’est bien moi!”. Sus diálogos eran siempre imprevisibles, entrecortados de largos silencios y frases breves, contundentes. Yo estaba enamorada de sus libros, de su forma de exacerbar a sus personajes. Es lo que ella hacía consigo misma. Bernard Pivot aguantó, en uno de sus célebres entrevistas en televisión, cuatro minutos de silencio. Imaginaos, ¡cuatro minutos de silencio en TV!

Jorge Semprún

Estaba Carlos y estaba Jorge, ¡dos hermanos tan distintos! Pasé una tarde con Jorge en París la última vez que le vi. Estaba algo melancólico. Empezó a hablar de la amistad. Fue una tarde como de cine francés: una luz amarillenta, y Jorge que iba hablando cada vez más bajo. Pensé: se me va a morir aquí. Ya estaba muy mal. Seguía hablando y hablando. Vi a un Jorge que no había conocido en mi vida. Al guerrero, al partisano, al clandestino, al ministro, ¡nunca lo había sentido así! Falleció tres semanas después de ese encuentro. Estaba trabajando, una vez más, en un guión a partir de Bajo el volcán de Malcolm Lowry. Fue como si se fundiera con el personaje de la novela. Había vivido una vida azarosa y la había vivido con firmeza. Arriesgó mucho y se enfrentó temerariamente a algunos reveses. Volver, como hizo ya muy tarde en la vida, al campo de concentración donde había estado dos o tres años debió de ser muy duro.

Italo Calvino

No lo conocí bien. Conocí, en cambio, a algunas de sus mujeres. Le te- nían acorralado y se hacían respetar. Eran madres perfectas y esposas impeca- bles. Eran todas excelentes, extraordinarias, y todas interesantes… De sus libros, contratos, traducciones, también se cuidaban ellas…

El trabajo de editor, el trabajo con el autor.

El trabajo con el autor es fundamental. De hecho, uno de los motivos  por los que doné a la Biblioteca Nacional de España el archivo de Tusquets,  casi completo, fue el de resguardar parte del trabajo hecho con los autores que hemos ido publicando. Yo lo guardaba todo: su trabajo y el nuestro. Incluida la correspondencia.

Dos hallazgos.

Por ejemplo: conocí a Cristina Fernández Cubas gracias a Gonzalo Herralde ( joven cineasta, hermano del editor) y Enrique Vila-Matas (de quien publicamos las dos primeras novelas). Ignorábamos entonces que ella también fuera escritora. Fue Carlos Trías, su marido y también escritor, quien me trajo el manuscrito de Mi hermana Elba, la opera prima de Cristina, que seguía un curso en Egipto. ¡Su primer libro de cuentos fue toda una revelación! En los archivos entregados a la Biblioteca Nacional puede seguirse el rastro de toda su obra. Los autores olvidan –o ignoran– cuánto amamos los editores sus obras y lo mucho que tenemos el deber y el privilegio de conservar…

La sonrisa vertical

Beatriz de Moura tiene mucho que ver en la educación erótica y sexual de los españoles. Hablemos de la “Sonrisa Vertical”, aquellos libros hechos para leer con una sola mano.

El origen de esa colección surge gracias a Luis G. Berlanga. A principios de los años setenta, me sugirió crear una colección de libros eróticos. Aún no era el momento… censura mediante. En la primavera de 1977,  tras la muerte   de Franco, hubo un congreso de diseñadores en Benidorm, al que “me colé”  con mi ex marido, Oscar Tusquets, de hecho para reencontrarme con Berlanga, también invitado al jurado que debía premiar un objeto de diseño. Y premiaron aquellas alpargatas de plástico destinadas para ir al rio o a la playa…

Las cangrejeras.

Si, eso es. ¡Qué objeto más feo! Pero qué práctico y, de hecho, todo un futuro éxito. Aproveché para recordarle a Berlanga que se pusiera a trabajar en la colección erótica a la que él bautizó sin vacilar La Sonrisa Vertical” y cuyo diseño se adjudicó ipso facto a Oscar y su socio Lluís Clotet. Primero hicimos un des- plegable con la reproducción a tamaño real del posible cipote, protagonista del famoso incidente descrito en El Cipote de Archidona, según el cálculo balístico de la trayectoria que, dicen, trazó aquella eyaculación en la sala de cine del pueblo. Luego salieron las Memorias de una cantante alemana, y nos llevaron a juicio. Fueron Juan Marsé y otros amigos a declarar a nuestro favor ante el tribunal y fue tronchante oír al juez leer, con gran solemnidad, el texto del sumario, obligado como estaba a reproducir ciertos pasajes del libro… Esta colección nos aportaría otras muchas alegrías como, por ejemplo, el de descubrir a una escritora de la talla de Almudena Grandes. Cuando se nace con talento, tarde o temprano surge la escritora.

El éxito editorial. ¿Es un azar?

Todo es azar, salvo el talento y la inteligencia, que son innatos.

El lugar natural del Archivo Tusquets es Barcelona, sin embargo se fue a Madrid, ¿por qué?

Por falta de interés, literalmente, de la Biblioteca Nacional de Cataluña. Al ser nuestro fondo gratuito, creo simplemente que no debió de interesarles. Por eso, me dirigí a la Biblioteca Nacional de España y les mandé casi quinientas cajas de vida editorial. Cabría preguntarse: ¿por qué no estará este material donde realmente debería estar, que es en Cataluña? Pues no habrá sido por mi falta de interés.

¿Le pesa el ambiente en Cataluña?

Desde el pasado mes de septiembre de 2017, la vida cotidiana aquí se ha vuelto penosa para todos, tirios y troyanos. Me sorprende que el Gobierno, en aquel momento, no haya percibido mucho antes que la situación iba a convertir- se en una farsa difícil de tragar. Pero, pensándolo bien, ¿qué podía esperarse del gobierno que teníamos? Hay gente que tiene que aguantar situaciones personales muy penosas. Dicen, o piensan, que como “extranjera”, no debería importarme… Y yo pienso en Cioran, que se declaró apátrida, y de hecho siempre me he sentido europea y mediterránea, a pesar de mis dos nacionalidades…

Le advierto que la entrevista ha terminado y anuncia jubilosa: ¡pues vamos a comer! En Beatriz De Moura emerge a cada instante un permanente gusto por la vida, sin renuncias ni exclusiones. Despliega la misma pasión acariciando el lomo de los libros que convirtiendo en hojas una carne tierna de ternera mientras traza con precisión el perfil íntimo de algunos escritores notables. Todo mito que se sirva como primer plato, como segundo, o como postre experimenta en la mesa una autopsia divertida, ácida, y compasiva. La conversación fueron cuatro horas Pudieron ser cuatro días.

Alfredo Urdaci
Alfredo Urdaci
Nacido en Pamplona en 1959. Estudié Ciencias de la Información en la Universidad de Navarra. Premio fin de Carrera 1983. Estudié Filosofía en la Complutense. He trabajado en Diario 16, Radio Nacional de España y TVE. He publicado algunos libros y me gusta escribir sobre los libros que he leído, la música que he escuchado, las cosas que veo, y los restaurantes que he descubierto. Sin más pretensión que compartir la vida buena.

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