Casa Mateo, el esplendor clásico de Calahorra

En Plaza el Raso de Calahorra soplaba un aire gélido y brutal. Un muñeco colgaba, solitario y grave, de un cable, a la espera de la fiesta de Carnaval. En días así, tan de febrero loco, se agradece llegar a una ciudad donde sirvan una cocina tradicional, basada en un producto de una excelencia rigurosa, una excelencia cultivada en las huertas de las orillas del Ebro o traída de las aguas del norte. En Casa Mateo cumplen con los cánones clásicos. Hay algo de innovación y creatividad en los postres, pero muy poca, porque lo clásico es lo que siempre tiene parroquia, sea la temporada que sea.

En Casa Mateo te dejan la carta con una cierta desgana, y junto a la carta, una hoja garabateada por la mañana, escrita a mano, con las sugerencias. Lo del día, lo del mercado. Eso es siempre una pista certera: es lo que hay que pedir. Si no ves algo que te guste siempre puedes aventurarte en las dos hojas con el elenco de la casa, pero uno en estos casos ni abre el libro. ¿Para qué? Entre lo que sugiere la señora de la sala hay alcachofas, fritas o guisadas, cardo, y un cogote de merluza, y cocochas del mismo pez, y rape al horno. Es una lista escueta y suficiente, y la reparten entre las mesas con la seguridad de que va a triunfar entre la parroquia.

La sala es pequeña. Apenas caben unos cuarenta comensales, que hablan en voz baja. Solo destella entre el público el abrigo multicolor de lentejuelas de una dama que ha salido a comer en sábado como si fuera a atravesar la alfombra roja de una bienal. El resto es discreción. Aquí se viene a comer, y los paisanos de Calahorra ya se sabe que se entregan a la tarea con fuerza. Comer y beber es aquí como el ora et labora de los benedictinos.

De entrada pedimos alcachofas en su declinación: unos fritas con una versión de la salsa romesco, otros guisadas, y los menos, cardo, que es esa verdura ineludible en esta tierra: tierna y suave como la mantequilla, después de haber pasado semanas enterrado para que sus hojas no verdeen con el sol. Son como aquellos niños criados con nueces y ocultos en una cueva que se encontraron los soldados de la Anábasis al regresar a Grecia en una de las tribus que encontraron en su camino. Eran gordos y blancos, como tallos de cardo.

De segundo, unas cocochas en pil pil, mínimas y deliciosas, con una gelatina sutil y bien trabada con el aceite y el perfume del ajo. Hubo quien se inclinó por una manita de cerdo rellena de otras hechuras de la casquería: un plato delicioso, cargado de colágeno y sabor. En los postres, torrijas tradicionales, con helado de fruta, y algunas creaciones de chocolate (la gota de chocolate) que hablan de una cocina feliz, segura de apostar por las verduras, y algo más soñadora en los finales. Casa Mateo solo puede mejorar en el servicio, un tanto desmayado y dormido, como de lugar sin prisa, generoso con el tiempo. Tanto que el comensal corre el riesgo de hacer la siesta antes de que lleguen los regalos de la huerta.

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Alcachofas fritas en Casa Mateo
Marcelo Brito
Marcelo Brito
Nací en 1960 en Matanzas, Cuba. Hijo de gallegos. Crecí entre pocos libros, pero con una curiosidad insaciable. Estudié cine en La Habana y salí de Cuba en cuanto pude porque el mundo era limitado, estrecho, pobre, áspero y poco higiénico, para el cuerpo y para la mente. He colaborado en múltiples publicaciones. Primero en Miami Herald, luego en Caretas de Perú, y ahora en FANFAN.

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