‘Con los ojos bien abiertos’, o de cómo mirar el arte sin pedantería

Con los ojos bien abiertos. Julian Barnes. Anagrama

¿Cómo se aprende a amar el arte? ‘Con los ojos bien abiertos’ parece querer responder a esa pregunta desde su introducción. En los primeros párrafos del libro, Barnes, a quien conocemos por sus obras literarias, por El loro de Flaubert, por ejemplo, se pregunta si es eficaz el método de un amigo periodista que lleva a sus niños, desde la más tierna infancia, a las pasillos del Louvre. Hay un prejuicio que lleva a concluir que si uno se familiariza con el arte a una temprana edad el genio se manifestará pronto con la fuerza de un destino inevitable. Barnes explica que su caso es el contrario. Hijo de profesores, en su casa al arte se le trataba con respeto pero nunca con la veneración irracional de un súbdito. Había libros, había algún cuadro, y había un piano, testimonio de la carrera abandonada por su madre cuando comprobó que los límites de su talento estaban situados en una partitura de Scriabin, que nunca consiguió dominar.

Lo que viene a continuación de esta primera reflexión perpleja es toda una lección sobre el arte de mirar un cuadro, una biografía a través del arte, podríamos decir, porque Barnes responde en los capítulos del libro a las preguntas que le suscitan las obras que contempla, como si cada uno de los cuadros que le ha llamado la atención formara parte de un aprendizaje. Ese gusto por la pintura comenzó en un viejo museo de París, lejos de la solemnidad con la que los pedantes suelen barnizar la rancia superioridad que otorgan a las artes plásticas sobre otras firmas de cultura.

Empezar por un naufragio

La balsa de Medusa de Géricault

Abre el tercio un análisis de La balsa de Medusa, de Géricault, un cuadro vinculado a un hecho histórico: el naufragio de una expedición de buques que había zarpado de la isla de Aix, rumbo a Senegal, en 1816. El comportamiento de los oficiales, que cortaron las cuerdas de una lancha cargada de supervivientes supuso un grave escándalo político en la época. Barnes analiza el cuadro y lo va despojando de toda la información que acompaña a la obra para dejar al ojo en una abierta ignorancia que le permita captar los mecanismos por los que una obra de arte supera el tiempo y sigue teniendo fuerza y sentido dos siglos después.

Almendro en flor

El libro tiene piezas magistrales, como las que dedica a Cézanne («Cézanne pintaba a su esposa como si estuviese pintando una de sus puertas favoritas»), a Bonnard, a Lucien Freud o a Degas. Es crítico con Picasso, al que dedica algunas puyas como ésta, al final del comentario sobre un cuadro de Bonnard: «El ultimo cuadro terminado de Bonnard fue Almendro en flor. El árbol estaba en su jardín. Acababa de firmar la obra cuando murió. El día de su funeral, el 23 de enero de 1947, la nieve cayó sobre el fulgor rosado del almendro igual que lo hizo sobre el fulgor amarillo de las mimosas. Estaba claro que la Naturaleza estaba despidiéndose no de un sumiso sirviente, sino de un amor apasionado. Por curiosidad, ¿qué hizo la Naturaleza por Picasso cuando murió?»

La selección de las obras, el viaje de Barnes por el arte, es totalmente subjetiva y arbitraria. Prima el arte francés y las corrientes más importantes desde el impresionismo: los fauvistas, los nabis, el cubismo. Cada artículo supone una aproximación indirecta, privada de juicios académicos, alejada de lo categórico, abierta nuevas interpretaciones. Pero a la vez armada con un profundo rigor, un conocimiento minucioso del artista y de su momento histórico. Un trabajo de investigación que sorprende en alguien que se acercó al arte a una edad tardía, si seguimos el criterio de los que pretenden despertar la pasión por el arte en los niños, justo después de dejar el biberón.

Aprender a mirar

Quizá la mejor forma de aprender a apreciar el arte no consiste en la lección magistral de un experto que retuerce el gesto para expresar la importancia crucial de un acorde de tonos en un cuadro de Matisse, sino en la apertura de vías nuevas que nos enseñan a mirar. Hoy los grandes museos se han convertido en pasarelas por las que desfilan a diario cientos o miles de personas que dedican apenas unos segundos a cada obra. En los ensayos de Barnes, hay mucha tiempo, atención, reflexión y escucha, dedicados a esas obras que nos llaman desde una sala, que despiertan un interés subjetivo, arbitrario, porque encierran una emoción que no se puede traducir en palabras.

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