El proceso de Roberto Lanza. Ronaldo Menéndez. Editorial AdN. Alianza de Novelas
El proceso de Roberto Lanza es una novela seria. Seria en el sentido de que no hay humor, que ha sido uno de los ingredientes sustanciales de la obra de Ronaldo Menéndez. En la novela, desde el principio entramos en el clima de lo que se denomina «lo kafkiano». El proceso del título es en efecto un coqueteo con Kafka. Y ese es el orden en el que entra Roberto Lanza, la condición de que la culpa precede al delito. No es necesario haber hecho nada para sentir el peso de la culpabilidad con toda su gravedad. Estamos ante un thriller psicológico con altas dosis de crítica social, una tensión narrativa que atrapa al lector y una trama en la que cualquiera que sea padre se sentirá identificado no solo con la verosimilitud de lo que sucede sino con la posibilidad de que le ocurra a él.
El proceso de Roberto Lanza narra la historia de un padre que una tarde va a buscar a su hijo, Liam, al colegio. Una profesora le pide explicaciones. Algo que el niño ha dicho despierta una sospecha de pedofilia. La paternidad se convierte en infierno a través de una espiral en la que Lanza pierde pronto el control de los acontecimientos. Toda su vida, sus actos, sus comentarios, los contenidos de su ordenador, son interpretados en función de esa posibilidad. La anécdota del niño se convierte en un sumario.
Menéndez nos mete en el alma del protagonista cuando todo se rompe. Lo hace con una prosa precisa, eficaz. Con esa herramienta nos transmite durante toda la novela la fría sensación de intemperie que siente el hombre acusado: «Roberto siente en ese instante que su hogar se quiebra, como si un bárbaro a caballo hubiese descargado el peso de un hacha enorme sobre la pared frontal de su casa. Todo quedaba expuesto. Ahora podía entrar la borrasca que quizá estaba anunciando la mujer del tiempo. Los dos feísimos perros del vecino de arriba. Y hasta el inspector que venía de tarde en tarde a mirar los contadores del agua podía pasar sin necesidad de llamar a la puerta ni dedicarle un saludo».
El lector se puede asomar a la narración en busca de un artefacto de denuncia social. Existe, es evidente, pero la novela va mucho más allá. Se trata de una narración de intriga psicológica, en la que se despliega el pulso entre un hombre solo y un entorno que le acusa, que le considera culpable. No estamos ante una «novela de tesis» sino ante un hombre de carne y hueso, con sus contradicciones. Eso es lo más interesante de la novela, la exploración de los movimientos internos del protagonista, la derrota y el coraje. Lanza soporta la losa del proceso. Su deriva hacia el alcohol apunta a un suicidio, «a todo el mundo le encanta suicidarse poco a poco».
La novela está salpicada de reflexiones sobre la paternidad, la forma de la paternidad de hoy, contra la que Lanza se rebela: «es muy legítimo llegar a la conclusión de que se jodan los hijos, que uno tiene derecho a hacer las cosas más allá de ellos. Nos pasamos la vida en función de los hijos, nos colonizan la cabeza, les damos la sangre y las vísceras y todo nuestro tiempo, ¿por qué?» Menéndez ha creado un artefacto que funciona muy bien, que deriva hacia el thriller policial, que presenta un giro inesperado que le da una viveza sorprendente, y que se abre, abre al lector, a la duda que debe anidar siempre en lo políticamente incorrecto, en la necesidad de ver las cosas de otra forma, con otra perspectiva que la que nos marcan en las agendas del buenismo, del progresismo, o de la pedagogía que convierte a los niños en tiranos. Una gran novela, de un gran narrador.