El trono en llamas. Los tres días que precipitaron la caída de Alfonso XIII. Ignacio del Burgo. Prólogo de Alfredo Urdaci. Editorial Última línea
Entre la novela y la reconstrucción documental, El trono en llamas de Ignacio del Burgo relata con precisión las últimas horas, los últimos tres días de la monarquía española, la precipitada caóida de Alfonso XIII, hundida en un clima de fragilidad y una crisis política que desembocaron en la II República y ésta en la Guerra civil. A continuación reproducimos el prólogo de la obra, firmado por Alfredo Urdaci, en el que señala los paralelismos entre aquel tiempo y el nuestro, entre aquella situación política, de disgregación disolvente, y la que vivimos en este tiempo. Se terminó con la monarquía con el pretexto de la paz y la concordia, para llevarnos a un enfrentamiento descarnado y atroz. Los mismos pretextos que hoy nos conducen a la ruptura.
Las rimas de la historia
Las obras que relatan y explican la caída de la monarquía en 1931, y el cambio de régimen que trajo a España la II República ocupan salas enteras de una biblioteca ideal. Este El Trono en llamas que sigue en orden cronológico aquellos sucesos, desde la noche del 12 de abril de 1931, es una destilación prodigiosa de todos esos otros libros. Concentra en el desarrollo de los acontecimientos de los tres últimos días del reinado el análisis de todo un periodo histórico que comienza en 1902, cuando a la edad de dieciséis años, Alfonso XIII juró la Constitución de 1876 en el salón de sesiones del Congreso de los Diputados.
No pretende el autor con este relato suplir, matizar o corregir la investigación historiográfica. Más bien al contrario, se apoya en ella y cita la bibliografía empleada, en la que abundan las confesiones y los diarios, las memorias de los actores principales: el conde de Romanones, Cambó, Miguel Maura, el Marqués de Hoyos, Dámaso Berenguer, Alcalá-Zamora, Juan de la Cierva, Emilio Mola, y los juicios y reflexiones de las personas más cercanas al rey Alfonso XIII, al que Luis Ortiz y Estrada considera el artífice de la segunda edición de un régimen republicano en España. Estamos ante un relato ágil y trepidante, una narración que se sirve de las herramientas de la crónica para componer y comprender la sucesión de actitudes, hechos y decisiones que llevaron al rey a entregar la corona y marcharse al exilio. El narrador, omnisciente, es un testigo contenido, que no juzga, que apunta, anota, y recoge los detalles más relevantes.
A pesar de conocer el final, o quizá por eso mismo, el lector navegará de un tirón por las cien páginas de este tomo, como si de una novela de intriga bien armada se tratara. Cada vez que nos asomamos a aquella hora de España nos atrapa la perplejidad que se cuestiona cómo fue posible que el régimen monárquico se precipitara en horas, sin violencia, sin resistencia por parte de las instituciones legítimas y constitucionales. Cómo fue que España se acostó monárquica y se levantó republicana, como dice en esta novela/crónica el presidente del gobierno Juan Bautista Aznar a un periodista que reclama una declaración sobre el resultado de las elecciones municipales. La torpeza de Aznar demostrará que ya en la España de la época se cumplía la promesa de Nietzsche de que llegaría un día en que los hechos no tendrían más valor que las interpretaciones.
La función de la novela en este caso no es la suplantar a los historiadores. En la obra de Ignacio del Burgo no hay lugar para la ficción, ni siquiera en los detalles ambientales. Todos los personajes son reales, no hay ninguno que sea una criatura de la invención. Lo narrado se acerca más a un gran reportaje periodístico, o a la prosa de un sumario bien contado. Eso explica su extensión. El trono en llamas no es un relato autónomo de la historia, no pretende construir una arquitectura de ficción que se asiente sobre los cimientos de los hechos. Su recuento es, por tanto, seco y breve, humilde desde el punto de vista del escritor, que se resigna a no crear, y por tanto más relevante para comprender el sentido de los sucesos. Cita detalles ambientales, pero nunca se recrea en ellos; ordena el relato con claridad, y se ciñe al punto de vista de los responsables del Estado: el Rey, el presidente del Gobierno, y sus ministros.
El Trono en llamas puede alimentar un nuevo capítulo del eterno debate sobre el papel de la novela en la historia. Esta no es una novela histórica, pero sí una narración de la historia que tiene la función de representar el paisaje psicológico y existencial de los actores principales, en un artefacto que contribuye a racionalizar el sentido de los hechos. Alfonso XIII llegó al 12 de abril debilitado no solo por la opción dictatorial de Primo de Rivera, sino por su incapacidad de mantener un diálogo que incluyera a todas las fuerzas monárquicas y republicanas. En su claudicación pesó su soledad, tanto como la enfermedad de su hijo, postrado esos días por una crisis de hemofilia.
Son las personas las que hacen las instituciones, y en aquella hora, la impresión que refleja el relato es que el rey estaba rodeado no solo de mediocres calculadores, sino de políticos que o bien abandonaron su función o se dedicaron a ejercer un papel que no les correspondía. La cita de Ángel Ossorio que aparece en el epígrafe de este relato recuerda que los regímenes políticos se derrumban por la aflicción o el alejamiento de quienes deberían sostenerlos. La historia de los tres días que llevaron a la caída de la monarquía española ilustra esa idea con una certeza sólida. Pero a esa reflexión habría que añadir que el hundimiento es más probable cuando las instituciones de una democracia son débiles, o han sido minadas por el ejercicio del cálculo, hasta convertirlas en una mera expresión de las personas que las ocupan. En su fortaleza, soportan a los gobernantes más ególatras, pero en la debilidad, son rehenes de sus caprichos.
Tiene el lector de El Trono en llamas la impresión constante y reiterada de que vivimos en la España de 2024 un clima similar a aquel de 1931. Escribió Mark Twain que la historia no se repite, pero rima. La consonancia de los tiempos nos lleva a darle la razón. Hoy la clase política está entregada no a mejorar la realidad sino a negarla. Estremece comprobar cómo el advenimiento de la República se forzó a través del chantaje político en los despachos, con la amenaza de la violencia, mientras se llevaba a la opinión pública al entusiasmo por un cambio de régimen con la promesa de salvar a España de la convulsión y la catástrofe.
Antes de que se proclamara la República, los partidarios del nuevo régimen ya habían declarado el nacimiento del Estado catalán y la consiguiente secesión. El engaño y la mentira se convirtieron en las palancas para destronar a un rey que se marchó para evitar el derramamiento de sangre que le aseguraban sus enemigos, los mismos que poco después levantarían las armas de la revolución. Pero nada de lo narrado en este relato esencial habría sido posible sin el concurso de la renuncia moral y política de quienes estaban al frente de las instituciones, sin el cálculo interesado de quienes buscaron un lugar en el nuevo régimen antes que cumplir su tarea de defender la legitimidad. El pueblo salió a la calle animado por las promesas de paz y concordia y fue conducido unos años después al abismo. Hoy, más que nunca, lectores, es imprescindible conocer la historia para que no se repita, para que, si acaso, solo rime, y el verso continúe con una música asonante.
El autor
Ignacio del Burgo es abogado y escritor. Nació en Pamplona en 1973. Licenciado en Derecho por la Universidad de Navarra, abogado mercantil en ejercicio y letrado asesor de empras. Ha publicado las novelas La conspiración del temple (Finalista del Premio Ateneo Joven de Sevilla, 2000), Asedio (2002) y Cae la noche sobre La Habana (2023)