Para no engañar a nadie aviso, de entrada, que de éste no escapamos ninguno, así que no lea estas palabras desde la distancia del purista y el moralista que atribuyen los errores a los demás.
Mi viejo maestro, silencioso en su inquietud, ya nos decía a unos pequeños púberes, a finales de los ochenta, que la vida no consistía en “echar una moneda para que caiga la coca-cola”. Como comprobarán, la inmediatez ya se estilaba por entonces; el mal uso de las redes (a)sociales, no ha hecho otra cosa que meter una marcha más hacia la recta de la muerte cerebral.
En cualquier caso, la inmediatez no es el mal, sino la consecuencia de seres desquiciados por alguna causa. Y si de aprender a pensar se trata, hay que diferenciar la flor de la raíz, de lo contrario el mal sigue sin ser visto. Por eso, para llegar a la causa, al mal en este caso, hay que cavar hondo para dejar limpio el abandonado jardín de nuestro corazón.
Lo que a menudo atribuimos como causa, sólo es síntoma que vemos florecer como un cardo en medio de la hierba, pero la enfermedad está en la raíz; oculta a nuestros ojos. Porque está oculta, la mayoría cree que basta con cortar la superficie, o quejarse de las consecuencias y patalear como los malos pensadores. En cambio, a nosotros, nos interesa lo oculto, lo desconocido; rasgar velos como imagino que quiso hacer el Rey David cuando vio bañarse a Betsabé en el baño y mandó de maniobras al marido. ¡No sabía nada este David…! Bueno, prosigamos…
Quien se conforma con denunciar consecuencias, probablemente se convierta a corto plazo en un purista, un moralista o un vampiro, como venimos insistiendo. Por eso, hay que aprender a pensar; pensar lleva su tiempo y no hay pensamiento sin observación atenta; es decir, sin contemplación. Y, precisamente, aquí tropezamos todos: en la falta de observación y de contemplación.
El mal del hombre de todas las edades es el escaso uso que hace de los sentidos. Y estos están ahí para algo más que para vagar errantes por un centro comercial. La causa es no haber desprecintado a tiempo las herramientas de la razón y el corazón, que siempre estuvieron unidas hasta que a algún racionalista desalmado le dio por separarlas y se cargó el método más perfecto de conocimiento, reduciéndonos a todos, objetos animados e inanimados, a simples fenómenos accidentales con recuerdos sin borrar en el disco duro.
El humano que no aprende a usar sus sentidos, no tiene más remedio que tropezar siempre con las mismas consecuencias superficiales. Huele la flor, pero no aprecia su presencia. Toca la superficie de la piel, el cabello de un hijo cuando acaricia su cabeza, pero no advierte la vibración de su corazón ni el valor infinito de su vida.
Oye ruidos a su alrededor: pájaros, coches, obras públicas, músicas más o menos malas en los bares; oye, en el mejor de los casos, el susurro del viento entre las hojas de los árboles y ve; ve todo aquello que se deja tocar, oler, oír…pero no escucha ni se para un segundo a observar, a contemplar su presencia real frente a nosotros. Y quien no observa, pierde el gusto, no disfruta, no se hace preguntas, empobrece su alma y ve alejarse al niño que fue, del que brotaban los interrogantes a borbotones.
Quien no usa las herramientas con las que viene al mundo, termina por ser un inútil para sí mismo y para los demás, aunque gane mucho dinero y se entregue a la filantropía universal. El desuso de sus capacidades humanas lo convierte en un ser yerto, ausente, alejado de la vida real que lo circunda y que lo interroga con su presencia que, en la mayoría de los casos, nos coge a todos en otras cosas: sordos, ciegos, ausentes y distraídos con batallas del pasado mientras preparamos las confrontaciones del futuro.
Este y no otro, es el peor de los males. La causa oculta en la raíz de las consecuencias: nuestra ausencia ante la realidad; ante las personas, ante la naturaleza, ante la tierra o el mar; ante la danza perfecta de los planetas alrededor del sol en esta galaxia inmensa; dentro, a su vez, de otras miles dispersas en un ignoto infinito. Alguna pregunta debería despertar tal espectáculo, si no estuviéramos dormidos.
De la contemplación, siempre nace la ternura hacia uno mismo y los demás; de la ausencia, brota la mala hierba del desinterés, de la sinrazón y de la imposición verbal o por la fuerza de una bota
Alguien que presta atención, que observa, que contempla, verá brotar en él de nuevo todos los interrogantes censurados desde niño. Y a medida que profundice en un aspecto particular, las preguntas se multiplicarán. Porque el conocimiento no es un milagro, sino un camino de detalles, de migajas de pan, que lleva a lo Inmenso.
Por ejemplo, cuanto mejor toque una guitarra o un piano, descubrirá más posibilidades en el mástil o en las teclas. Además, se sorprenderá de las infinitas posibilidades que encierra el instrumento, pero hay que ponerse, observar, contemplar a otros músicos, pedir consejo…practicar, pasar de la ejecución automática a la interpretación personal, cuando por fin se unen manos y corazón. De hecho, los grandes genios reconocen que no hay vida ni fuerzas suficientes para agotar todas las posibilidades que ofrece la música, y se retiran con la sensación de no haber alcanzado la melodía que se asoma, misteriosa, y que se resiste a revelarse en la partitura y en los dedos. Qué misterio que el hombre, siendo finito, pueda crear objetos con posibilidades infinitas, ¿verdad? A los cineastas, a los escritores, a los pintores, a los fotógrafos, a todo aquel que trata de crear algo bello, les asalta la misma insatisfacción.
Imaginen con otro ejemplo, las mil generaciones de astrónomos; desde el primero que alzó la vista, apuntó algo en sus papeles y los dejó a algún discípulo interesado en la profundidad de los espacios hasta hoy, que seguimos sabiendo poco de lo que nos espera hasta que alguien, siempre junto a otros, tras miles de preguntas, pruebas y errores consiga llevarnos en una nave adecuada para comprobar que no hay pared última, que el infinito espacial y temporal no tiene muros, al contrario de lo que le pasó a Truman en su show de cartón piedra y superficialidad. Menos mal que encontró una puerta…
Imaginen, observen, contemplen. Luchen contra su móvil. Pero no dejen que la ausencia brote en sus corazones. No dejen que la ausencia los convierta en desasidos objetos sin significado. Las consecuencias, y ahora sí podemos hablar de ellas, están a la vista; tanto las buenas en el progreso científico como las malas, que podemos comprobar en carne propia, cuando nos convierten en olvidados, en fantasmas, en clientes, en simpatizantes, en subscriptores, en camaradas ideológicos, religiosos o financieros, en donadores altruistas de energía positiva, en gente que paga facturas, en morosos a perpetuidad o en enemigos que probarán algún día la devastación de un dron.
El camino del bien es el de las preguntas que nacen de la atenta contemplación. El de la apertura al misterio que nos rodea, el de la observación de los detalles. No hay más que ver a unos padres ante su hijo recién nacido para comprenderlo.
El camino del mal es el de la ausencia, el de la distracción, el de la huída reactiva a lo Thelma y Louise; de ellas no brotan preguntas, sino la nada de un abismo y la imposición de la irracionalidad, la aceleración hacia la muerte; porque en todos los ámbitos hay también radicales que imponen hipótesis, leyes, ideologías, espadas curvas o cruces con doble filo en nombre de sus intereses.
De la contemplación, siempre nace la ternura hacia uno mismo y los demás; de la ausencia, brota la mala hierba del desinterés, de la sinrazón y de la imposición verbal o por la fuerza de una bota. Somos libres de escoger el camino. O abrimos la puerta del Infinito o aceleramos hacia el abismo. Pero atengámonos a las consecuencias.