Una de las mesas a las que regreso con confianza y hambre de sorpresas es la de Taberna Puerto Lagasca. Se trata de un bistró que tiene un aire urbano desenfadado, algo que le viene bien al barrio de Salamanca, porque lo devuelve a la condición de barrio, le baja de los tacones a los que la calle se sube en Ortega y Gasset, tan fina de joyerías y artificios. La Taberna es honesta, pone en la mesa lo que viene del mercado, pero ordenado por el arte culinario de Paco Carrascosa, un hombre discreto que habita en la cocina, que creció en Lavinia, a la vera de un genio del gusto que ya se retiró, y que tiene una sensibilidad gastronómica sutil y poética. Paco apenas abandona los fuegos. Si comparece en la sala es siempre con una sonrisa, a medias tímida, en buena parte pícara.
La casa tiene ya su tiempo recorrido, y por tanto ha confirmado sus clásicos. En la Taberna son de obligado cumplimiento la tortilla, y la terrina de pato. La primera es una españolada, de la misma forma que la segunda es un afrancesamiento que se agradece. En la mesa nos podemos entender. Fuera ya será otra cosa.
Pasados los primeros compases, llega a la mesa una Vichyssoise de melón y mojama. La pueden ver, ya completa, en la foto de portada. Ya hemos repetido en algún lugar nuestra idea de la cocina como un arte musical, un arte que admite, con limitaciones, el contraste armónico de sabores y de texturas. Los platos son acordes. En este caso el líquido, denso y de aroma vegetal, combina con las notas altas y frescas del melón, bendito melón sin el que el calor tórrido de Madrid sería un infierno. Y de fondo, cortante y metálica, la mojama, como una condensación de mar y pescado.
Le sigue un arroz con carabinero, un solo carabinero, que adorna el cereal con el gesto de una hoz roja. En este plato Carrascosa exhibe un dominio de los tiempos y de la cocción. El arroz está suelto, tiene el punto justo, y el sabor excelente de un buen fumet. Es un plato sencillo, pero exigente a la hora de controlar la base y el punto del arroz.
Por la mesa ha pasado también un pulpo con patatas revolconas cubierto de una espuma de alioli, blanca inmaculada. El propio Paco gratina la espuma con un soplete que sería un festín para un pirómano. La blanca faz del alioli se va tostando hasta componer una costra que cubre la espuma con la quemazón de una tarde al sol. El sabor, colosal: pulpo, patata, pimentón, alioli, todo ligero, ligero.
El canelón de carrillera tiene toques asiáticos, no solo por la tenue tela que forma el tubo sino por la salsa, en la que Paco confiesa haber utilizado un Pedro Ximénez. Estos detalles son los que nos llevan a pensar en Carrascosa como un chef sutil, delicado, refinado, un cocinero lírico de influencias complejas.
Lo vuelve a demostrar en los postres, con una tarta de queso encerrada en un bizcocho finísimo y cubierta de fruta de la pasión, y una tarta Tatin con nata. Paco Carrascosa tiene su propio registro, y hace una cocina de altura con lo que le da el mercado, en una Taberna que es un lugar popular y siempre animado, al que uno vuelve con ganas de sorpresas, y al que invita a sus nuevos amigos, con la seguridad de que van a salir felices.