La guerra que perdimos. Juan Miguel Álvarez. Premio Anagrama de Crónica Sergio González Rodriguez. Anagrama Crónicas.
Debajo de las noticias está la crónica como género periodístico. Exige un trabajo delicado de escucha y reconstrucción. Presupone el hecho de que el reportero se debe ganar la confianza de quienes podrían hablar y contar. La noticia es urgente, inmediata. La crónica exige pisar el terreno, tener en cuenta los matices, entrar en el corazón de los hechos, recoger versiones, recomponer una historia a la que siempre le faltan piezas en el puzzle. La otra de Juan Miguel Álvarez es la de un gran reportero que busca con ansiedad entender la tragedia de Colombia. En sus crónicas se entiende mejor la guerra que en el cotidiano sucederse de las noticias de prensa, radio o televisión. Podemos decir que el gran reportaje de televisión o la crónica son, siguen siendo hoy, los grandes géneros del periodismo.
Al final de La guerra que perdimos, Álvarez enumera las víctimas que aparecen en sus relatos, en sus crónicas. Las víctimas y los victimarios: campesinos, líderes sociales, mujeres y niños, guerrilleros, paramilitares: «Nadie gano la guerra. La vivimos. La seguimos padeciendo. La perdimos» Y ahí están, uno tras otro, todos una tipología interminable de víctimas, desde «el joven que antes de la guerra era mecánico pero envuelto por la ideología pidió ingresar en la guerrilla donde se volvió experto en cargar con dinamita los carros que luego estallarían en calles de Medellín a finales de los años noventa», a «la madre de dos niñas de Samaná, Caldas, que atnes de llegar a la adolescencia fueron raptadas por la guerrilla para ser usadas como acompañantes sexuales del comandate de zona y que, luego de que exigieran su dignidad y que las devolvieran con su familia, fueron fusiladas y sus restos desaparecidos en algún lugar de la montaña».
Cincuenta y dos años de guerra, más de doscientos mil muertos, nueve millones de personas afectadas. Una guerra nacido en la ideología y estimulada por la venganza. Por los once relatos, las once crónicas que se agrupan en La guerra que perdimos, deambulan víctimas. escuchamos sus voces: «llorar me hace bien», dice una de ellas. Sus historias son desgarradoras, porque su tragedia llega al límite y medida de lo que puede soportar un hombre: mujeres madres violadas por los paramilitares porque protegieron a sus hijos, una joven enfermera que cuida un dispensario médico en una zona remota de la selva, secuestrada, torturada, asesinada de la forma más cruel que se puede imaginar.
En las crónicas de Álvarez, el reportero da la palabra, está en el inicio del relato, y luego desaparece mientras escuchamos la voz de las personas que han sufrido la guerra. Luego el reportero regresa para establecer un contexto, para recuperar la historia con algunos detalles que nos dibujan el pasado. Está la guerrilla de las FARC, sus conexiones con el narcotráfico, los paramilitares, que utilizan el pretexto de la guerra para hacer «limpieza ideológica» de todo aquel que no piense como ellos, las poblaciones desplazadas, los pueblos minados a los que si vuelves te arriesgar a morir en un cultivo.
Y si no mueres es quizá peor, porque, como a uno de los protagonistas de un relato, si te estalla una mina no solo puedes perder manos y piernas: corres el riesgo de que te tomen por un guerrillero que estaba allí colocando una mina y termines en un calabozo, ensangrentado, sin merecer ni un minuto de atención médica.
En las crónicas de Álvarez, en La guerra que perdimos, están los líderes sociales. Un líder social en Colombia es aquel que encabeza un grupo indígena o a un grupo de vecinos, que exigen que se les devuelva la tierra, o que tienen un proyecto para crear una pequeña economía que les permita vivir. «Matar al que saca la cabeza. Si hay un crimen que vilipendia la idea de ser colombiano es la aniquilación sistemática de las personas que sirven de enlace entre la comunidad y la instituciones, entre la gente y el Gobierno, entre el pueblo y el Estado».
La guerra que perdimos es un libro poderoso, por el rigor, por la capacidad de escuchar y relatar, y de respetar la voz de los que sufren la guerra, porque nos acerca a la compresión de una tragedia de casi seis décadas que probablemente ha sido muy mal comprendida, en España y en Occidente.