La pregunta que nadie responde bien

“Un nuevo corazón, un hombre nuevo

ha menester, Señor, la ánima mía;

desnúdame de mí, que ser podría

que a tu piedad pagase lo que debo.”

Salmo I.-Francisco de Quevedo-

Qué inconsciencia enfermiza padecemos… ay; si supieran que cuando echamos a volar una cometa, aprovechando vientos leves que elevan la tela como un barco de sueños, en realidad  somos nosotros y no la tela quien trasciende hacia lo alto como si el aire fuera mar y la mar fuera cielo…

Si supieran que cuando echamos una barca en la orilla, aprovechando las ondas que nos adentren hacia el mar, no es la barca la que flota, sino nosotros mismos: navegantes que vencemos el temor con la pasión de expandir el alma hacia el horizonte que nos mira; que nos llama, a pesar de los límites corporales y los llamamientos al miedo… y si supieran que a eso se le llama libertad…

Sí, la libertad ansiada con la que venimos al mundo; la libertad que crece en nosotros a medida que los años nos someten a su tiempo, la libertad que nos duele cuando alguien trata de ahormarnos a su limitada visión o, por el contrario, cuando alguien mira dentro de nosotros y nos ama, nos exalta y nos humaniza con su mirada abierta, como la de un gran maestro que enseña mostrando, dejando espacio para abrir en nosotros una nueva perspectiva,  o el inexplicable amor de una madre que cuida de su hijo aunque éste sea o haya sido un monstruo.

Porque, amigos, en nosotros no hay dote desencarnada ni dislate natural alguno. Y esto es importante; porque la mayoría de las miradas que nos encontramos tratan de cosificarnos, humillarnos o desvalorizarnos como objetos animados o contenedores de valores mercantiles, pero somos más, mucho más que el precio o el interés que algún insensato quiera ponernos cual etiqueta de rebajas en viernes negro o de saldo rasgado de taras. Y no; no debemos dejarnos mirar así; no debemos reducirnos ni malgastarnos según las modas, las tendencias o las dictaduras de la superficial apariencia de la polis de alta o baja alcurnia.

Miremos un poco nuestras capacidades, siempre atravesadas por el deseo de un alma atenta: un ojo que busca, una boca que llama, un oído que escucha; el gusto, errante, con su sed y su hambre a cuestas, como si algo los despertara o los llamara a estar alerta por el advenimiento de alguien. ¿Pero quién? ¿Qué?

Ahora bien, también existe el límite infranqueable entre el deseo y lo real. Entre la insatisfacción y el cumplimiento. Entre la orilla humana y el crepitante fuego de los dioses. Y entre uno y otro; entre aquel anhelo y el objeto deseado, reina una distancia infranqueable como la de dos oasis a cada lado de un gran desierto en llamas.

Ser, o llegar a ser, (alcanzar el ideal cotidiano) puede resultar un aparente fracaso, un agotador camino, una mutilación, un sacrificio ascético, que puede no dar con la solución fácil y prevista en los temarios. Y ahí, en la contemplación verdadera del resultado, brotan los hombres verdaderos: libres incluso de sí mismos para reconocer su error de cálculo, de medida o desmedida en sus posibilidades. De hecho, y a diario, no sólo es difícil encontrar personas que quieran seguir aprendiendo, ya que lo normal (y preocupante) es darnos de bruces con ‘intelectuales’ de postín que sólo acumulan información, sino que –además – es casi imposible encontrar a estas alturas a alguien que no se haya llenado de respuestas que censuran cualquier pregunta trascendental. Fíjense. Busquen, comparen, comprueben sin miedo y cuenten cuánta gente a su alrededor escucha realmente, atiende con deseo de saber y se interroga por aquella lejanía inabarcable que, en la mayoría de los casos se reduce a legado muerto, a costumbre piadosa que ordena sociedades y llena el tiempo de románticos y locos.

Sin embargo, contra todo acallamiento, contra toda reducción costumbrista, contra toda beatería absurda y contra todo inquisidor de lo intangible, aquella distancia sigue presente y sólo se revela a los hombres libres como niños; humildes como niños a quienes no les importa aprender y aprenden, jugando, a recibir esa presencia, esa humanidad que esperan todos los sentidos; expectantes, a la espera, con la mirada fija en ese punto misterioso metafísico–geográfico donde la materia calla para dejar paso al incomprensible hecho religioso: la ligazón entre el hombre y el Misterio que puede ser oficial o tácitamente desmentida, que puede ser legalmente prohibida, que puede ser usada por farsantes y mentirosos, pero ahí sigue y sigue latiendo en nuestra bendita tristeza como síntoma de que alguien ha de venir a colmar nuestra espera. A dar sentido a tanta tensión sensorial. A dar respuesta a quien tenga viva la gran pregunta sobre el origen, sobre el presente, sobre el final que, también hay que decirlo, nos espera pacientemente. Y a responder a la gran pregunta que lanza el Cristo, Sentido encarnado, a quien quiera escuchar “¿…quién dice la gente que soy yo?”.

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