‘Los frutos del mirobolano’, o el hombre como jardín

0
39
los frutos del mirobolano

Los frutos del mirobolano. Marco Martella. Traducción de Natalia Zarco. Editorial Elba

Filólogo, jardinero y escritor, Marco Martella ha dedicado su vida a los jardines, al noble arte de plantar árboles. Convencido de que cuidar un jardín significa cuidar el mundo, sus ensayos (Un pequeño mundo, un mundo perfecto, Fleurs) son textos de vida y esperanza, escritos a partir de la experiencia del flâneur que pasea en este caso por la región de franccesa de la Brie, situada al este de París. Se trata de una campiña llana, monótona, que en apariencia no tiene atractivo para la vista, hasta que una conversación casual con alguien a quien el autor encuentra en el camino, le revela un micromundo extraordinario. Martella nos recuerda que vivir con atención (la atención es la oración del alma) es la forma de captar lo poético del mundo, encerrado en esa metáfora del fruto del mirobolano.

los frutos del mirobolano

El mirobolano no es otra cosa que un ciruelo silvestre. Y en realidad, Marco Martella parte en cada capítulo del libro de la vegetación, de la umbría del bosque, para llegar al corazón de lo humano. Esa es su trayectoria en cada uno de los textos que componen este tomo: un paseo entre las flores y las plantas que siempre desemboca en lo extraordinario de toda vida: la del profesor de literatura que ya no cree en la literatura, la vida de la mujer madura que nunca encontró su lugar en el mundo; el coleccionista de viejos aperos de cultivo y labranza; el filósofo retirado que alberga la esperanza de que la muerte le encuentre plantando coles, como ansiaba Montaigne, o el Siberiano, un extraño vagabundo, apodado con ese sobrenombre, con su «aire exótico, el aire de alguien que estaba allí pero podría perfectamente estar en cualquier otro lugar del mundo».

En uno de los capítulos de Fleurs, también publicado por Elba editorial, el autor conversa con el paisajista Gilles Clément, y este recuerda un verso de Novalis donde dice que nuestra dificultad para reconocer el paraíso estriba en que éste está fragmentado y disperso por toda la tierra: «hay que reunir todos los pedazos del Edén que están dispersos por el mundo. ¿No es para eso para lo que sirven el arte y la poesía? ¿Para volver a hacer de esta pobre tierra del hombre un paraíso?». Clément termina su reflexión con la certeza de que podrá morir tranquilo: «¿sabes por qué? Porque he cuidado de un jardín. Y he plantado árboles….». Y se me ocurre que ese es el impulso que anima la vida de Martella, y el que alienta tras este nuevo libro. Debemos a Elba el agradecimiento por descubrirnos autores de apariencia menor, cuya obra está animada por la intuición de que el ruido contemporáneo nos hace perder lo fundamental, de la naturaleza, y del hombre.

Martella tiene la certeza de que «un hombre no es muy diferente a un jardín. Su destino es parecido al de la pequeña parcela de tierra en la que cualquier cosa puede crecer, por encima de la cual pasan y vuelven a pasar el sol y las estrellas, y que los vientos peinan a veces amigables y otras hostiles, y que un día desaparece. Y si tiene algún deber es el de crecer, el de dar fruto a pesar de todo y sea lo que sea, en el momento adecuado». En su deambular, en sus conversaciones con los que encuentra en el camino, Martella va deslizando pensamientos, que son como esas flores brotadas a destiempo en los mirobolanos. Así nos deja su convicción de que basta plantar árboles para ver la vida como algo sencillo, o la idea de que antes todo lo importante en una casa era visible y ahora es lo contrario. O escucha las reflexiones de Cyril Maillart, profesor de literatura, su decepción: «sé que en mundo que acaba de nacer, este mundo tecnológico, virtual y charlatán, que para nada es lo que soñamos, la literatura ya no sirve para nada. Si el hombre que ella presupone y al que se dirige ya no existe, deja de tener razón».

En ese viaje de ida y vuelta, entre el jardín y el hombre, Martella expresa la profunda convicción de que estamos hablando de lo mismo, de que plantar un árbol es solo ir un poco más allá del alma humana, un gesto que, como apunta Rilke, busca crear un lugar en el que «maduran los frutos extraños del consuelo».

DEJA UNA RESPUESTA

Por favor ingrese su comentario!
Por favor ingrese su nombre aquí