‘Los postigos verdes’, una nueva dosis de Simenon

Los postigos verdes. George Simenon. Traducción de Caridad Martínez. Anagrama & Acantilado

Clasificada en las llamadas «novelas duras» de Simenon, Los postigos verdes vio la luz en 1950. Corresponde a las novelas escritas durante sus años en los Estados Unidos. Los postigos verdes está fechada en Carmel by the sea, esta localidad de California de la que un día sería alcalde Clint Eastwood. La primera edición en español lleva el sello de Tusquets y data de 2005. Esta segunda es una entrega nueva de la colaboración entre Anagrama y Acantilado. Una nueva dosis de Simenon, droga dura literaria para los adictos al escritor belga. No defrauda. Y está vertido al español en una traducción impecable.

simenon

En Los postigos verdes asistimos al naufragio vital de Emile Maugin, un actor de éxito, un hombre popular al que todos, taxistas, médicos, camareros de taberna, mujeres de la calle, reconocen al primer golpe de vista. Maugin es corpulento, colérico, tirano, despectivo, generoso, bebedor compulsivo y mujeriego. Administra el sexo como si fuera comida rápida: lo necesita, dispone de la primera mujer a mano, no se le suelen resistir.

Su vida comenzó abajo, en la miseria de un Paris en el que ganar un lugar en el teatro era difícil, si no imposible. Hoy, Maugin contempla la vida desde la altura del triunfo, pero no es feliz, nunca encontró sentido a su vida, que consiste en una repetición de actos mecánicos, desde el amor a la interpretación, desde la bebida a los negocios. Y sin embargo, en sus rutinas, de vez en cuando, descubre un talento brillante. El lector descubre en Simenon una sustancia vital similar al moco informe y viscoso que inspirará La nausea de Sartre: la vida es un vulgar tráfico de fluidos, una sucesión de actos que parecen preceder al vómito como conciencia.

El adicto a Simenon se adentra en la experiencia vital de Maugin con una delectación obscena, con la misma insistencia con que la lengua repasa los perfiles de una caries. Cuando termina la novela regresa al principio del relato. Es un prodigio cómo el escritor belga es capaz de trazar en las cinco primeras líneas la atmósfera del relato, y cómo será fiel a ese cuadro, a ese ambiente, desde el principio hasta el final. Repasemos: «Qué curioso. La oscuridad que le rodeaba no era la oscuridad inmóvil, inmaterial, negativa, a que está uno acostumbrado. Le recordaba más bien la oscuridad casi palpable de ciertas pesadillas de su infancia, una oscuridad maligna, que algunas noches le asaltaba a oleadas o trataba de asfixiarlo».

Maugin visita al médico en el primer capítulo. Se trata de una consulta para la que busca la máxima discreción. No quiere que nadie se entere de que en sus pulsiones internas ha descubierto el primer anuncio de la muerte. Está a punto de cumplir los sesenta años. El cardiólogo le avisa de que su corazón tiene quince años más. La vida intensa ha dejado uno de los ventrículos como una pera fofa y apática. Cualquier día. Cualquier noche. Y Maugin va cayendo por una pendiente en la que comparece toda su vida, sus mujeres, los primeros amigos de Paris, una tropa de cantantes de café fracasados.

Maugin recuerda una tarde de domingo, un viaje en carruaje hacia el Bois de Boulogne con Yvonne Delobel, una actriz con la que estuvo casado. Yvonne tan solo quería mostrarle una casa con los postigos verdes, como la que ella siempre había soñado de niña. Maugin nunca tuvo esos sueños, nunca atesoró un talismán que diera sentido a su vida. La depresión de sentirse con el corazón de un viejo le llevará a descubrir, a atisbar, un amor por el que merece la pena luchar. Demasiado tarde. Simenon juega con el destino de Maugin para hacerle sentir la amargura de la decadencia, la de un hombre que «apestaba a vino, apestaba a viejo».

Simenon es un maestro de la novela psicológica, un genio de la descripción de los claroscuros del alma, un narrador portentoso, capaz de trazar caminos insospechados para llegar a lo más profundo de los personajes. A veces con una escena, otras con un detalle como el que da título a la obra, y en ocasiones con una técnica, como en esta novela, con la que engarza los sueños, las pesadillas, o las brumas del coma clínico, para difuminar los límites que marcan la diferencia entre la realidad y esa misma realidad transformada en recuerdo vivo en la mente humana. Los postigos verdes es una de sus mejores «romans durs», una dosis para cualquier adicto a la gran literatura.

Alfredo Urdaci
Alfredo Urdaci
Nacido en Pamplona en 1959. Estudié Ciencias de la Información en la Universidad de Navarra. Premio fin de Carrera 1983. Estudié Filosofía en la Complutense. He trabajado en Diario 16, Radio Nacional de España y TVE. He publicado algunos libros y me gusta escribir sobre los libros que he leído, la música que he escuchado, las cosas que veo, y los restaurantes que he descubierto. Sin más pretensión que compartir la vida buena.

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